Un breve recorrido a la historia de la tecnología a través de mis vivencias personales. En esta primera entrega recapitularé los acontecimientos de 1992 a 1994.
Gracias a la afición de mi padre por la tecnología, manipulé una computadora personal, por primera vez, a los cinco años. Era una DFI 386DX dotada del flamante sistema operativo Windows 3.1 y 2 MB de memoria RAM (En la actualidad, un PC normal cuenta con 4 GB de memoria RAM, es decir 2.000 veces más memoria). El lector de disquetes de 5,25 pulgadas tosía, cual tísico atorado con una madeja de flemas, en su empeño por recuperar información del disco.
En aquellos días, internet era una entelequia al alcance de unos cuantos afortunados -y yo no era uno de ellos-. Mi videojuego predilecto era el ‘gusanito’ (‘Snake’, como lo conocen los entendidos) de Qbasic. El mismo ‘gusanito’ que nos salvó del aburrimiento en los tiempos del Nokia 1100 -sí señores, el legendario teléfono indestructible equipado con linterna y batería inagotable-,pero sobre un fondo azul, azul como aquella pantalla diabólica de Windows, aquella miserable laguna de símbolos ininteligibles que precede la muerte del sistema operativo y nuestros subsecuentes alaridos de histeria.
Windows 3.1 se ufanaba de su entorno gráfico (de hecho, ello le valió reconocimiento mundial), rimbombante en comparación con el fúnebre y críptico MSDOS de finales de los ochenta. No obstante, la mayoría de videojuegos -tal vez todos menos Solitario y Buscaminas- aún se ejecutaban en MSDOS y su protector de pantalla psicodélico era digno de las pesadillas alcoholizadas de Dumbo.
¿Se parecen o no?
Un año después, agotado ya del ‘gusanito’ de Qbasic (para entonces, ya lo llamaba, con cariño, ‘gusano cabrón’-aprendí la palabra cabrón viendo TVE-), adquirí Príncipe de Persia. Su dificultad rayaba en el absurdo. ¿Cómo rescatar a la princesa en 60 minutos sin posibilidad de guardar los avances? En mi mejor intento, inicié el último nivel (el 12) a falta de treinta segundos. Presa de la desesperación, rompí la barra espaciadora (servía para saltar), alcancé a ver a la princesa al otro lado de un portón de barrotes y estallé en llanto cuando terminó el tiempo.
Me encerré en mi cuarto por días, desolado, delirante, furioso, casi tanto como aquel conocido niño gordo alemán de YouTube. Mi padre, en un acto de compasión, compró Flight Simulator 5.1 No obstante, era un juego -simulador- demasiado aburrido para un niño de seis años (sin contar las gráficas repulsivas). Ello marcó mi divorcio temporal del PC. Por un año, encendí el armatoste con dos fines: pintar monerías en Paintbrush (el abuelo de Paint) y morir en Buscaminas.
Por cierto, este es el niño gordo alemán de Youtube:
Durante ese periplo, entablé una fría amistad con Super Mario Bros en mi ‘Family Game’ (una de aquellas versiones piratas que mis amigos llamaban ‘Nintendo para pobres’). Nunca fui diestro con las consolas de videojuegos. Mis dedos tiesos me impiden dominar los controles y sus enrevesadas combinaciones estilo arriba-arriba-arriba-A-B-abajo-abajo-izquierda-derecha. Por ese motivo, condené al fontanero asesino de tortugas a jamás conocer a su princesa, tal como ocurrió con el valiente persa.
Meses después, con el lanzamiento de Windows 95, iniciaría una etapa marcada por el internet modo caracol, los incipientes productos multimedia y La Encarta. Hablaré de ello en la próxima entrega.
¿Cómo era su primer PC, qué recuerdan de aquellos años?
Escritor, huraño, egocéntrico sin remedio y mordaz. Amante de la literatura, la tecnología y el automovilismo, entre otros menesteres. Ha escrito para El Tiempo, Tecnósfera, Donjuán, Portafolio, Semana, Legis, la Fundación Gabo y otras publicaciones más. Docente de redes sociales de la Universidad Externado y asesor en temas digitales de emprendimientos y otras organizaciones, entre ellas la Alcaldía de Bogotá.
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