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La culpa es un concepto complejo. En teología es la trasgresión de la ley de Dios. En derecho, es la “omisión de diligencia en calcular las consecuencias de un hecho”. En psicología es un desbalance entre lo que se hizo y lo que se debía hacer. De cualquier manera es un concepto derivado de la moral y la cultura.

Como sea, los seres humanos vivimos en la eterna búsqueda de culpables como una forma soterrada de lavar las propias, porque pocas veces somos capaces de asumir la parte que nos toca y siempre será más fácil buscar la responsabilidad de todo aquello que nos pasa o no nos pasa, un poco más allá de los espejos.

Vivimos buscando culpables para no tener que afrontar nuestra propia responsabilidad

 

La suerte, los otros, el país, Dios, son explicaciones taquilleras de aquello que nos sucede y aunque a veces puede ser cierto, la forma como gestionamos esas situaciones es una decisión propia. Aún en las peores circunstancias, la resiliencia, el temple, la fe, la esperanza, pero sobre todo la honestidad con nosotros mismos, son pequeños troncos en ese mar infestado de tiburones, a los cuales nos podemos aferrar para llegar hasta la orilla.

Sin embargo, generalmente actuamos como si el mundo nos debiera, intentando que los demás nos llenen los vacíos, lo que pocas veces pasa, porque como las huellas digitales y las narices de los gatos, cada cual tiene los suyos.

Pasa en los negocios cuando nos quebramos o nos tumban. Pasa en las relaciones de pareja cuando sufrimos con las actitudes de los otros, pasa en la política cuando nos decepcionan y nos roban. Pasa en la vida, excepto en situaciones de maldad extrema o indefensión manifiesta. Sin embargo, llega un momento en la existencia en la que se nos acaban las disculpas porque se agotan las posibilidades de a quién echarle la culpa.

Sentimos que el mundo nos debe algo y no, nadie nos debe nada

Es entonces cuando lo más sano es confrontarnos y pensar que más allá de lo que somos, es poco lo que podemos controlar, porque cada cual tiene su libre albedrío que es una forma bonita para decir, que cada cual hace lo que le da la puta gana.

No podemos obligar a nadie a que nos quiera, pero sí podemos irnos o no quedarnos. No podemos forzar a nadie que nos crea, pero sí podemos expresar mejor nuestros argumentos. No podemos obligar a nadie que no grite pero sí hacernos respetar sin levantar también los decibeles. No podemos ser suficiente para otros, si sus rotos o recuerdos son muy grandes. No podemos traicionarnos por intentar darle gusto a los demás. No podemos evitar que los otros nos desilusionen, pero sí podemos querernos algo más, darnos amor propio, que será poquito pero es nuestro. No podemos evitar que los otros nos desdeñen, pero sí hacer lo necesario para ser inolvidables.

No se trata tampoco de darnos palo y vapulearnos, sino tal vez poner toda la vida en perspectiva, respetar a los otros,  decirnos la verdad sin vacilar, aceptar nuestros errores, no cargar lo que no nos corresponde, pedir perdón y llorar de vez en cuando, que es una forma infalible de sanar. En resumen, hay que hacerse responsable, no traicionar la propia esencia, crecer e intentar alcanzar tranquilidad, porque la culpa siempre antecede al perdón y hay que buscar dónde poner tanta rabia acumulada.

Por eso, la culpa es de uno, porque como dice Benedetti, hay que enfrentarse a los espejos aun sabiendo que existe la posibilidad de empezar a sentirse desgraciado. O vivo.

 

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