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Los ricos poco hablan. Ellos ordenan, establecen, pontifican, dictaminan y disponen. Si un rico le habla, desconfíe y, en lo posible, huya, esquive o evite porque la charla derivará en discurso o en el peor de los casos en orden.

Y no es que su riqueza los invalide, porque con seguridad habrá uno que otro bacán. Lo que pasa es que, por lo general, y esa suele ser la norma, los ricos tienen su tonito, emanado tal vez de la incapacidad que tuvieron sus padres para decirles un no a tiempo. No he viajado lo suficiente por lo que no puedo hablar de los ricos europeos o norteamericanos. De los colombianos sí, no porque conozca muchos, sino porque el rico colombiano es pantallero, mandamás, presumido, pedante y jactancioso.

Si un rico le habla, desconfíe y, en lo posible, huya.

Intentemos una caricatura, porque hay de muchos tipos: los que heredaron su fortuna, que suelen ser insoportables y abusivos porque han visto la vida desde la silla de atrás del carro blindado, han hecho y deshecho en su adolescencia y se acostumbraron a pagar por su libreta militar, por su tesis y, en general, por sus desmanes. Pese a todo, creen que el mundo les debe y por eso gritan y vociferan sin reparo a los que creen de menor ralea. Se rodean de otros igualitos, se casan con modelitos o influencers de Instagram y, muchas veces, terminan convertidos en ministros, fiscales o en el peor de los casos, presidentes.

Hay otros ricos que se han forjado de la nada. A punta de trabajo han hecho sus fortunas, pero cuando alcanzan la cima se vuelven distantes y gruñones. Suelen ponerle el mismo nombre al primogénito y la esposa buena y cariñosa que lo acompañaba en vacaciones a Villeta o a la Vega, generalmente, es reemplazada por una escaladora y arribista, veinte años más joven. Han aprendido de Bach y de Bethoven, de Goethe y Jean Paul Sartre y su biblioteca tapizada termina siendo su refugio.

El rico colombiano es pantallero, mandamás, presumido, pedante y jactancioso.

Otro tipo de rico es el que ha alcanzado la fortuna a través de la trampa o de la suerte. De los primeros, mejor no hablar, porque los vemos derrapando sus camionetas en las ferias de los pueblos y exhibiendo sus cadenas y mujeres. Los otros son dicharacheros y folclóricos. No reniegan nunca de su clase y reparten la fortuna con sus amigos de su barrio y son felices gastando pola, piquete y mariachi.

Son distintos, pero si los quiere ver uniformados y en filita, tóqueles la plata con un impuesto al patrimonio o a la renta. Ahí llorarán al unísono, pero no hay que olvidar que los argumentos de los ricos siempre se disfrazan de defensa de los más necesitados. Al final lo pagarán a regañadientes, pero se los descontarán por otro lado o, en el peor de los casos, mandarán a hacer una reforma tributaria a su medida.

Sobra decir que yo soy clase media-media, de esos de tarjeta Codensa y placa de honor en Datacredito, de esos resentidos que criticamos todo y filosofamos sobre la vida y sobre la muerte. Confieso que me hubiera gustado ser rico, pero estoy convencido de que en esta vida no será porque en cuanto a heredar, heredamos una casa para ser repartida con mi madre y seis hermanos y fortuna, fortuna no he logrado por más que me levanto muy temprano a trabajar. Me queda el Baloto, que hace rato no lo compro. Si me lo ganara y fuera rico, no sabría qué hacer con tanta plata y el dilema que me rompería la cabeza sería si tomar un curso de los que dicta Carolina Sanín para volverme docto y erudito o mandar matar caviar y sushi para todos en la cuadra.

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