Estamos llenos de personas que son como una roca, o por lo menos eso creen. Dicen que no lloran, que no son sensibleros, que eso es una tontería, pero el problema de creernos unos duros, es olvidar que todos en algún momento, fuimos panes.
Y es que no se trata de ser las reinas del drama, sino de permitirse el delicioso derecho de sentir. Incluso a disentir. O no sentir. Y de expresarlo. De hacerlo saber. De hacerlo conocer. Pero no. La tontería se ha apoderado de nosotros, porque llorar está en desuso, decir lo que uno siente ya no aplica y en el mejor de los casos, preferirnos refugiarnos en la endeble seguridad que nos dan los mensajes de texto y el whatsapp.
Somos expertos en aplazar los afectos, procrastinar los cariños, retardar los sentimientos, dilatar la cortesía, diferir el perdón y las disculpas, disfrazar los sentimientos de ternura, dejar para otro día lo que tenemos que decir, negar lo que sentimos, como si eso nos hiciera seres intachables o como si eso nos bajara de la nube. Creemos además, que moriremos de viejos o que los demás no se aburrirán de esperar una señal y que siempre habrá un mañana.
Y es en medio de esa baba, que se refunden las personas, se pierden los amores, nos llenamos de amarguras, nos entregamos a los miedos, dejamos esfumar las oportunidades, porque la verdad verdadera, no decir lo que sentimos, es el pasaporte sin sello de regreso a la infelicidad y no logramos entender que sentimiento que no se expresa se vuelve resentimiento o por lo menos, termina siendo, una oda a la bobada.
Las relaciones se han convertido en un juego de poder, en estrategias de dominio, en balances financieros, en persecución obsesiva del retorno de la inversión de los afectos, en eslogan marketeros, en frases de ocasión, que nos salvan y mantienen, donde mostrar lo que se siente, termina siendo un factor que debilita. Dejar ver los sentimientos termina siendo para muchos la desgracia, como si conectar el corazón con el cerebro fuera la soga que nos mata.
Nos morimos de culillo de decir lo que pensamos y sentimos, de expresar lo que queremos y creemos, además de forrar en teflón el corazón, como si esa pudiera ser la estrategia que nos salva. Preferimos no llorar para no posar de sensibleros. Preferimos no reír para escapar de la fama de bufón. Preferimos no sentir para evitar la pena de sufrir. Preferimos no creer para tener el espejismo de esquivar una desilusión.
El orgullo nos rebasa y por eso nos estamos muriendo de sed a dos pasos del charquito. Somos duros eso si, como la roca inane o como los cadáveres en rigor mortis. Tal vez entonces la magia esté en volver a ser un pan blandito.
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