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Aplaudo a las personas que compiten profesionalmente y entienden el valor del deporte más allá de la victoria o del primer puesto.

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Siempre admiraré el acto de lucir logros diferentes al primer puesto. Es un momento que suelo ver más en los Olímpicos y en deportes sin tanta repercusión mediática. Desde las finales de Champions, Europa League, Eurocopa y Copa América, en las que vi a muchos jugadores quitarse la medalla de subcampeones, me quedé con el sinsabor de creer que al fútbol, como a muchos juegos de gran consumo, lo invade una cultura de fracaso y frustración. Solo vale ser primero. Es lamentable que el ejercicio competitivo se reduzca a un concepto tan simplista, vago y venenoso.

Afortunadamente, gestos como el de Pep Guardiola o Kalvin Phillips, que besaron su medalla de segundos en las finales que jugaron, me hacen pensar que no todos los competidores son así. No estaban felices: perder un partido crucial no suele generar ese sentimiento, pero en la desazón de haber caído supieron ver y disfrutar el simple hecho de haber llegado hasta ahí después de mucho esfuerzo y algo de suerte. Por un lado, el entrenador español ha ganado casi todo, pero sabe lo complicado que es trabajar por un objetivo (sobre todo la Champions) y que quedarse cerca también tiene méritos. Por el otro, Phillips no imaginaba hace cuatro años jugar una final de Eurocopa (o estar en el torneo, para esos efectos), y hacerlo es un premio a todo el trabajo que hay detrás.

Mucho tiene que ver la cultura, la presión mediática y un sector de la afición para que estos casos de madurez tras perder sean pocos. La prensa deportiva, con el objetivo de vender mejor la actualidad, tiende a dramatizar demasiado la victoria y la derrota. Son dioses los que ganan y los demás son del montón. El delantero que pasa un mal mes debe salir del club, el portero que comete un error tras un buen partido no puede salir al siguiente y el equipo que pierde un clásico está en crisis. Asimismo, el juvenil que marca en su debut un golazo es el nuevo Messi, el defensa que salva un gol cantado es el nuevo Ramos y de cada fichaje se espera una leyenda. Así vende la prensa este juego y los aficionados consumen felices ese contenido, porque es muy fácil hiperbolizar cuando hay sentimientos.

Y si la vida fuera una ecuación sencilla, en la que basta con trabajar duro para salir adelante y ser el mejor, esta cultura tendría algo más de sentido. ¿No marca gol? Practique los disparos y ya. ¿Se lesionó? No pise mal la próxima vez. ¿Erró un penal? Dispare entre los tres palos con fuerza a un lugar a donde el portero no pueda llegar. Si los pobres pudieran dejar de ser pobres con solo trabajar, aquí todo sería muy sencillo. Pero la vida, y el deporte dentro de ella, funciona diferente. Como dice la película Match Point, de Woody Allen, hay momentos en los que simplemente dependes de la suerte para ganar o perder.

Por eso, competir y esforzarte al máximo por un objetivo que al final no consigues también tiene méritos. Lo veo en los Olímpicos, sobre todo en deportes con menos influencia mediática. Ahí es más fácil encontrar un deportista que, tras años de sacrificios, compita con todo lo que tiene, falle y disfrute el simple hecho de recibir una medalla de plata o bronce. Incluso (sea un favorito o no) hay quienes entienden el simple valor de haber competido en el evento más importante del deporte sin llevarse premio alguno. 

No es fácil encontrar esa paz en la frustración que crece al no conseguir un objetivo, pero por eso admiro a quien lo consigue. Eso tiene más mérito que ganar mucho y explotar con una rabia desmedida cuando llega la derrota. Es más, es incluso mayor la valentía que necesita una persona que lo ha ganado todo para abandonar la competencia por un problema de salud, admitir que no está bien, y dejar la victoria de lado. Una persona así merece mi respeto, mi aplauso y mi admiración total. Todo mi apoyo a Simone Biles.

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