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La Rusia joven y alegre que hospedó el Mundial de fútbol y recibió a los hinchas con afecto, hace parte también de una débil sociedad asalariada que revendió sus entradas pero gozó de la fiesta.

Pantallas gigantes, animadores, selfie-spots, souvenirs, comida chatarra y sillas saco rodeadas de letreros de mil tamaños con sponsors del Mundial. Así es la FIFA Fan Zone de Moscú, un territorio de mercadeo y espectáculo a donde, por partido, llegaron más de 67.000 personas a postear el show en redes y después a disfrutarlo.  Allí me llevan (literalmente, no me dejan ni buscar la dirección) los amigos que hice apenas a la semana de estar en Rusia. Masha, Dzhamilya y Emil son jóvenes que llegaron de ciudades pequeñas, estudiaron, recién empezaron a trabajar y tratan de hacerse a un lugar en la gran ciudad.

Video: Acceso a la FIFA Fan Zone de Moscú

Ellos hacen parte de una clase media que crece vertiginosa en la “nueva” Rusia capitalista y son los que más se emocionaron con el Mundial de fútbol, aunque no todos hayan podido ir a un partido. Aún cuando la fiesta se escucha desde la peatonal de Nikolskaya, hasta el parque Gorki o la universidad de Moscú, los precios son altos y los horarios de trabajo inalterables por lo que muchos se quedaron viendo el festejo desde la ventana.

Ahí está una cara sin maquillaje del anfitrión. Los jóvenes de a pie son huéspedes afectuosos que viven sin lujos y gastan mínimo una hora diaria de su vida en el Metro. Están ávidos de practicar otros idiomas y conocer otras culturas (nada que ver con la Europa occidental por estos días). Ésta generación está dos o tres años por debajo del promedio de edad de nuevos profesionales en países como Alemania, Francia o Suecia en donde los jóvenes viajan o aprenden otro idioma y entran al mercado laboral como profesionales a los 25 o 26 años.

En Rusia, como en Latinoamérica, apenas con 21 o 22 están siendo reclutados con sueldos precarios y promesas de éxito por empresas mixtas locales o multinacionales irresistibles, en las que la competencia es intensa y las horas reales de trabajo son entre nueve y once, sin contar fines de semana. Eso para los que tienen la suerte de conseguir algo estable porque los otros, como Emil, se radican del todo en la informalidad. Son “emprendedores creativos” con experiencia adquirida en tutoriales de Youtube.

Los “Millenials” rusos.

Sin embargo, los salarios versus la vida en Moscú han hecho que muchos empiecen a cuestionar la desigualdad del sistema: “Para mi mamá nada puede estar peor que en el 88, sin embargo, cosas como tener una casa, viajar, estudiar inglés o hacer un postgrado son difíciles de lograr” dice Masha, “lo que es innegable, es que cada vez más hay hoteles y tiendas de lujo con cosas que nadie puede pagar”.

Ese malestar es común en ciudades segregadas que viven la brecha económica a diario. Ésta nueva generación rusa apenas vivió fragmentos del pasado soviético, gracias a la crianza con sus abuelos en lo que quedó de las “Khrushchyovka”, esos diminutos apartamentos del perverso estilo de vivienda comunal de los sesentas, pintados como un sacrificio previo al triunfo total del comunismo global. Hoy, en las escuelas rusas se habla más de la gloria imperial decimonónica que de la Perestroika.

Pero lo que los “Millenials” rusos sí recuerdan, desde chicos, son los dolores familiares de una salvaje inserción al capitalismo, que dio origen a esa desigualdad crónica. Con Boris Yeltsin, Rusia liberalizó su economía, cayó en la trampa de oso de los consejos del FMI, se quebró, engendró una oligarquía corrupta, después volvió a estatizar, se aventuró en una mezcla de capitalismo de Estado pero con agentes privados estrechamente ligados con la burocracia y ¡todo en apenas 25 años! Una historia frenética digna de miniserie en Netflix.

Aunque desigual, el crecimiento económico impresiona y ha sido la base del éxito político de su presidente. Sin embargo, el modelo también ha contribuido a exacerbar las diferencias, por ejemplo, viejos prejuicios étnicos: “Mis padres son de Kirguistán y su acento ya es motivo de discriminación” asegura Dzhamilya. Según Emil, “siempre es mejor ser blanco, eslavo y llamarse Nikolai, Yekaterina, Alexandra o Iván, porque si vienes del Cáucaso, eres tártaro o perteneces a otro grupo étnico siempre va a ser más difícil conseguir una oportunidad”.

Esas y otras angustias de esta generación, se olvidaron durante el Mundial. Los rusos lo acogieron con el mismo entusiasmo con el que recibieron el capitalismo, aunque su clase media, igual que la de Tailandia, Sudáfrica, Brasil o los Estados Unidos, se divida entre la crítica y la fascinación por todo lo que brille.

Éste Mundial nos ha servido para replantear la imagen de los rusos como la de los resentidos y marrulleros de Europa. Aunque probablemente hayan muchos así, sobre todo en el gobierno, los anfitriones no son distintos al resto de jóvenes asalariados del mundo. Se quejan de los estigmas pero apoyan los delirios imperiales de su presidente, les gusta vestirse bien y van al estadio si su equipo gana.

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