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A mi padre, el farmaceuta que casi todo lo curaba.

«Si lagrimea y le arde», iniciaba un aviso publicitario en una farmacia en el Cairo, «escuche la historia de Saqhur, y luego aplíquese en cada ojo dos gotas de Raha». Atraído por el aviso se acercó Kristof Fodor, un turista húngaro, a un barbado farmaceuta, que lo recibió con una sonrisa detrás de un desvencijado mostrador.

—Verá usted —arrancó el europeo una especie de relato de antecedentes—, cuando lagrimeo los ojos me arden y, aunque tolerable, si se prolonga, el malestar es doloroso. ¿Puede, por favor, contarme la historia de Saqhur y venderme dos colirios de Raha?

—Doloroso, ¡ah! —exclamó el farmaceuta, quien invitó a Kristof al interior de su establecimiento y pidió que se acostara en un raído pero cómodo diván—. Todo comenzó hace mucho tiempo —inició su relato— en un pueblo en el norte de Egipto llamado Saqhur. Los pobladores asistían al funeral del primer fallecido de su comarca y experimentaron cómo sus ojos comenzaban a arder con mucha intensidad cuando las lágrimas se desbordaban sobre sus mejillas. El insoportable ardor solo lo aplacaba detener el llanto. Muchos, no dispuestos a suprimir sus sentimientos, daban rienda suelta al momento y morían por la acción de las lacerantes lágrimas que desgarraban sus carnes. Debían los lugareños conformarse con un sollozo si querían vivir.

Llegó esta calamidad a tal magnitud, que las autoridades tuvieron que poner avisos que decían «prohibido llorar”, para así disminuir las muertes que los momentos de aciago traían a la comunidad de Saqhur. Fue esta una población que desapareció de manera fugaz, ya que unos morían en forma temprana porque sucumbían al llanto, mientras otros fallecían de melancolía al no poder desahogar sus sentimientos. Nunca se supo por qué les tocó sufrir semejante desventura.

La segunda generación de Saqhur recuperó el llanto, oportunidad que no desaprovecharon, desatando en lágrimas hasta el más banal de los sentimientos. Fue también esta la generación que murió longeva; hombres y mujeres por igual partían de este mundo ligeros de pesados equipajes emocionales.  Todos, sin embargo, —terminó contándole— experimentaron dentro de su felicidad un dejo de ardor, como el que hoy usted me describe. Ese ligero ardor, comparado con el que sufrió la primera generación de Saqhur, era casi que imperceptible y, para algunos, indoloro. De hecho, todos pensaban que algo de dolor era necesario para combinarlo con la abundante felicidad de poder de nuevo llorar sin morir en el intento. Aquí termina la historia.

 ¿Cuántos colirios de Raha me dijo que iba a llevar?

Ante la pregunta del farmaceuta, solo hubo un prolongado silencio.

—Ninguno —respondió el joven húngaro con firmeza.

Lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de Kristof Fodor, y lloró, sin ardor ni vergüenza. Con suma discreción, el farmaceuta dejó el consultorio, y Kristóf lloró un poco más en la soledad del apagado recinto. Las gotas de Raha del aviso publicitario nunca existieron. La sola historia daba alivio a todo aquel que la escuchaba. El viejo farmaceuta lo sabía y sus consultas siempre terminaban así: con todos los pacientes llorando a placer. A su natal Budapest, desde el aeropuerto del Cairo, viajó de vuelta Kristof Fodor sin registrar equipaje alguno.

Marcelino Torrecilla N

Emiratos Árabes

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