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El avión comienza a descender sobre la Ciudad de México: por favor apagar los equipos electrónicos, enderezar el asiento, asegurar la mesa, ajustar el cinturón de seguridad, mantener la ventanilla abierta. Esta vez la rutina se siente diferente, abajo las luces de la ciudad no son –por primera vez– las luces de una ciudad ajena, son las luces de mi nuevo hogar.

Llegué al DF en noviembre del 2012. Dos maletas y un gran perro. Ese día comenzamos a vivir en la capital mexicana. Una ciudad con casi 9 millones de personas (29 millones si se toma toda la zona metropolitana) en la que amaneció rápidamente mientras recorríamos el trayecto entre el aeropuerto y Rincón del Bosque. Afuera, los chilangos caminaban apresurados, con las manos en los bolsillos, sin percatarse de mí, mientras yo intentaba asimilar todos los detalles en cada uno de ellos.

Ha pasado un año desde entonces. La vida de expatriado comienza como el primer día de escuela: descubriendo lentamente rincones, desenvolviendo lugares, abriéndose a nuevas rutinas, aprendiendo palabras, admirando colores… lentamente todo se asienta y empezamos a notar las cosas que son diferentes, lo que realmente no nos gusta, lo que no se consigue en ningún lado, las pequeñas grandes diferencias que nos marcan como extranjeros. Pasa el tiempo y ya no somos los mismos, decimos coche en lugar de carro, desayunamos tortillas, llamamos poli al vigilante del edificio y nos tomamos el tequila a traguitos y no de un solo sorbo.

Regresamos a Bogotá por unos días y parece que no encajamos. Se almuerza temprano, todo el mundo pita, no hay Cholula en las mesas de los restaurantes, es imposible conseguir un taxi, llueve por montones, los amigos están ocupados y ya cerraron nuestro restaurante favorito de la esquina. Estamos en México y nos hace falta una buena panadería, saber más o menos dónde queda todo, ¡los días festivos!, abrazar a los amigos en su cumpleaños, los atardeceres bogotanos, las montañas y en especial la familia.

Cuando nos fuimos de Colombia, hubo muchos motivos racionales para tomar la decisión. Sin embargo, la vida de expatriado está lleno especialmente de sentimientos, de sensaciones encontradas en las que el antiguo hogar ya no es el que recordamos, en las que el nuevo hogar siempre parece incompleto. Algunos dicen que hay un momento del no retorno, en el que ya nos volvemos más de aquí que de allá, pero por ahora, un año después, la vida sería perfecta si pudiéramos tener lo que ahora amamos de México en medio de una calle bogotana –o viceversa–

México DF

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