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Gente caminando en el monte con el Ejército.

Caminata con una brigada móvil del Ejército en el Caquetá.

El 6 de diciembre de 1998 la guerrilla se llevó a mi padre en una ‘pesca milagrosa’ en la carretera entre Andalucía y Tuluá, en el Valle del Cauca. ¿Pero si el Comando Central de la Policía queda a cinco minutos?, decía la gente. Sí, la Policía de Tuluá no estaba a más de cinco minutos en carro. Tal vez menos. Los primeros vehículos en caer fueron detenidos por la amenaza de las armas, y los últimos porque simplemente no veían lo que pasaba metros más adelante. Mi padre era uno de estos. Desprevenido se preguntaba con el amigo que lo acompañaba qué estaba pasando, pero sin previo aviso un guerrillero se acercó, bajó al amigo y le dijo: “el del sombrero se queda”. Ese fue el pecado de mi padre, el sombrero, que fue tal vez la única herencia que dejó mi abuelo: la costumbre de salir con sombrero hasta para comprar un pan. Supongo yo que la guerrilla pensó que se llevaba a un ganadero, pero se llevaron a un arquitecto independiente, con carro y todo.

Yo tenía 19 años recién cumplidos y era consciente de lo que le estaba pasando a mi familia, pero ante la noticia trataba de abstraerme, porque me parecía una situación salida de toda lógica, me costaba digerirla y ni siquiera sabía lo que había que hacer. Mi mamá lidió con todo, como siempre. Pero ignorar que se está inmerso en un problema de este calado es imposible, y menos si estás presente cuando llaman los secuestradores. Tengo fresca la imagen de un policía dándole instrucciones a mi mamá mientras hablaba con el miliciano (supongo) para que contestara ciertas cosas y le siguiera la cuerda tratando de obtener algunos datos, que poco o nada servían. No se me olvida el temblor en la voz de mi mamá respondiéndole a ese tipo.

Lo liberaron tres días después, con carro y todo. La guerrilla lo dejó en un punto de la cordillera central y, como todo secuestrado, llegó con muchas historias. Para el momento que se vivía en Colombia, creo que nos fue muy bien.

Después de esto, yo continué mis estudios en la Universidad del Valle, pero ahora lejos de las ideas de izquierda y los hechos propios de una universidad pública colombiana. Ya no toleraba los encapuchados, me desesperaba su discurso, me indignaban las paredes llenas de grafitis pendejos y la destrucción que estos personajes hacían de lo público, que claramente era lo mejor que sabían hacer a punta de piedra y papas-bomba.

Todo esto viene a que cuando Álvaro Uribe llegó a la Presidencia de Colombia y empezó a golpear a la guerrilla, la verdad -lo confieso- me hice el loco con los antecedentes oscuros que este señor cargaba. En su momento, Uribe estaba haciendo la tarea que muchos pedían y la guerrilla no era más que una plaga sanguinaria, fortalecida por el despelote del Caguán, y, en mi opinión, no entendía otro lenguaje que no fuera el de la bala. Aún hoy, a pocas horas del Plebiscito, sigo convencido de que si no fuera por los golpes militares que se le dieron, este grupo jamás se hubiera sentado a dialogar.

Caserío de Peñas Coloradas en el Caquetá.En el 2008, Uribe ya llevaba seis años en la Presidencia y yo trabajaba en EL TIEMPO. Simpatizante de este señor, como se lo comenté a mis amigos más cercanos (por fortuna aún son mis amigos), me fui al Caquetá para reconstruir la toma guerrillera de El Billar, lugar donde murieron más de 60 soldados a manos de las Farc en 1998. Peñas Coloradas, un caserío fantasma donde dominaba la coca y este grupo armado, era el punto de inicio del reportaje y estaba a seis horas en lancha desde San Vicente del Caguán.

En el equipo estaba la periodista Jineth Bedoya, el fotógrafo Mauricio Moreno, el camarógrafo (que no recuerdo su nombre) y yo. El Ejército nos advirtió que en la zona había guerrilla, pero creo que no nos habían terminado de dar el aviso y Jineth, una reportera más berraca que todos nosotros juntos, ya estaba caminando decidida. Mauricio arrancó detrás y yo, cagado, también. El camarógrafo, inteligente, se quedó.

El grupo caminaba por la trocha y yo solo pensaba en ubicar mis pies en el lugar correcto, porque allá cada movimiento era estar a un paso de la tragedia. Una brigada móvil nos escoltaba, pero ir por la zona con militares al lado, a la final, no era tan buena idea. Recuerdo que un soldado se detuvo al lado de un tarro tirado en el camino. Yo no vi nada sospechoso, pero él lo tocó con el cañón de su fusil y luego pareció entrar en razón. Se alejó y me miró: “mejor dejemos eso quieto”. Y así era todo allá. Llegamos a nuestro objetivo, hicimos la labor periodística y emprendimos el regreso. Estábamos ilesos.

Un helicóptero nos sacó de la zona hacia la base militar de Tres Esquinas, pero en el vuelo sobre el infinito tapete verde de las selvas del Caquetá había a lo lejos una bengala azul. La aeronave descendió hacia el helipuerto improvisado que los mismos soldados habían hecho el día anterior. Todo se trataba de un relevo de tropa: los que iban se quedaban y los que estaban hacía más de un mes volvían a casa, ya barbados, en nuestro helicóptero. Todo era cinematográfico, era como estar en el rodaje de Apocalypse Now, PlatoonTour of Duty (Misión del deber); era una película de Vietnam, un caos muy bien sincronizado entre los que se iban y los que llegaban a la selva. Pero yo, a Bogotá, llegué sin un rasguño y con la cabeza en el pellejo de los soldados que se quedaron en el monte.

Por esos mismos días también visité la Dirección de Sanidad del Ejército Nacional, y esto también fue una potente imagen: decenas de jóvenes, casi niños, sin una pierna, sin las dos; sin manos, sin brazos, todos en fisioterapia tratando de convencerse a ellos mismos de que todo estaba bien, de que todo estaría bien. El alma me quedó de una pieza.

Me empecé a preguntar cuántos más faltaban, cuánto tiempo nos quedaba para acabar con esto, cuántas piernas se tenían que perder para que en este país pudiéramos vivir. Solo vivir. Lo que me pasó ese año con el Ejército me puso a pensar qué más necesitaba ver, qué otra señal tenía que llegar para darme cuenta del sinsentido en el que estábamos como país, como pueblo. Aún me asombra escuchar sobre unas supuestas tropas desmoralizadas cuando el mejor regalo para esta institución es tener en sus cuentas varios ceros: cero soldados heridos, cero soldados muertos, cero mutilados.

De Uribe, que para muchos pudo ser el mejor presidente en la historia de este país (como lo decía el mismo Santos), o tal vez el más popular, no quedó otra cosa que las chuzadas, Agro Ingreso Seguro, las zonas francas de sus hijos y toda la decepción de un gobierno torcido, de un líder enloquecido con el poder que llegó a estar, con megáfono en mano, haciendo ‘resistencia civil’ afuera del evento más importante de este país en los últimos cincuenta años. Él pudo estar ahí, quedar en la historia, pero pudo más su soberbia. Álvaro Uribe y Andrés Pastrana (el que sí les entregó el país a las Farc) ahora son amigos, son llaves, son compañeros en la oposición a este acuerdo que parará, al menos un poco, todo este desangre. En esto terminó Uribe. Los políticos no tienen memoria.

Después de lo de mi padre no he vuelto a tener desgracias cercanas, no que yo recuerde, pero cada colombiano ha tenido contacto, ha estado presente, ha vivido personalmente o por terceros algún infortunio causado por la guerra o el narcotráfico. Tuluá lo vive cada sábado. Quizás es de las pocas ciudades, si no es la única, que lee el periódico local al revés. Sí, al revés, por la singular razón de que El Tabloide trae los muertos de la semana en la última página. No es extraño en las reuniones familiares ver a alguien leyendo primero la última página y diciendo: “Ve, se murió fulano; ve, mataron a tal otro”. Colombia está enferma.

Entonces, de todo esto, de ser víctima (algo ya superado), de estar en la selva, de caminar con la zozobra de una explosión en mis piernas y de ver a los que la padecieron, solo me queda darle un SÍ al Plebiscito. Alguna vez me monté a un bus y se subió un poeta callejero. Luego de echar lora un buen rato terminó hablando de Colombia, del sistema de salud, de la vivienda, de los políticos, en fin, y remató: ”Porque nosotros, como sociedad, somos un fracaso”. Qué sabio. Pero es una razón más para votar SÍ.

Aún me queda la esperanza de dejarles a mis sobrinos y primos chiquitos un país diferente, así algunos insistan torpemente en que nuestra zona de confort debe ser la de darnos plomo otros cincuenta años, mientras renegociamos el Acuerdo, convencemos a las Farc de pagar cárcel como insiste el Centro Democrático y tratamos de hacer entrar en razón a los grupos cristianos de que esto no se trata de Jesucristo, sino de toda una sociedad que quiere parar la sangre, incluyéndolos a ellos. Las Farc quieren hacer política, allá ellos, ¡qué más castigo que mandarlos al Congreso, por Dios! Quieren el poder, ¡obvio!, entonces nuestro papel, si no estamos de acuerdo con sus posturas, es la de votar por otro que sí nos guste. Fácil. La paz estable y duradera no llegará después del Plebiscito, tampoco el castro-chavismo (¿Santos castro-chavista? ¡Ay!), pero con mi voto haré el intento, para así contarle a la gente en unos años que Colombia, por fin, es un país normal.

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