Si quiere conocer un colombiano feliz vaya a Quibdó. Los que vivimos en Bogotá estamos en una permanente contradicción, porque creemos que lo tenemos todo: nos jactamos de tener la mejor rumba, inmensas posibilidades gastronómicas, una gran oferta cultural y no sé qué otras estupideces, pero a la larga nos quejamos todo el tiempo del roto en el que vivimos. En cambio, el chocoano es auténtico. Allá todos saben de sus limitaciones, de los problemas que atraviesan, pero, con todo y eso, se la gozan y de qué manera.
Quibdó es una ciudad caótica en sí misma. Hay pocos semáforos, no hay pares, está inundada de motos y todas atraviesan los cruces al mismo tiempo. Es una locura. Pero parece que nada de eso importa cuando se trata de hacerle una evaluación a la ciudad, porque, por ejemplo, el malecón deja una imagen indeleble que aplasta toda la mala impresión de ese tráfico trastornado. Entre el edificio del Banco de la República, el río Atrato y una catedral preciosa se arma un trío que se vuelve fiesta cuando cae el sol y esa masa de agua curvilínea empieza a pintarse de todos los colores (vea aquí imágenes del malecón). Es pura magia en la selva húmeda, así como cuando sus mujeres bailan y parecen tormentas chocoanas, imparables y atrevidas, justo como las soñamos en el interior.
Ahí, en ese trío, junto a la catedral, conocí el arroz con longaniza ($9.000). Era la segunda vez que iba a La Paila de mi Abuela, porque un par de días antes ya me había comido un sancocho de carne seca ($8.000). Los platos que probé y el restaurante son fantásticos. Este es el lugar donde uno siente que se guardan todos los secretos de los ingredientes que nacen en la selva; es un tesoro gastronómico y tradición pura (vea aquí imágenes del restaurante La Paila de mi Abuela).
Cerca, como todo en Quibdó, está Brisas del Atrato, otro lugar maravilloso, un poco más costoso pero igual de sabroso y a orillas del río. Ahí conocí el lulo chocoano, que no es el que tomamos en la zona Andina. Es más grande y lo preparan cocinándolo con arroz y canela, para luego licuarlo y servirlo bien frío, como debe ser ($6.000). Tiene una consistencia espesa, pero es muy bueno. Esta bebida fue el acompañamiento de un dentón atrateño ($30.000), un pescado típico del río, que va sudado y es acompañado de papa, arroz y patacón. La carta de este restaurante es abrumadora y hay muchos más platos para escoger (vea aquí imágenes del restaurante Brisas del Atrato). Eso sí, casi todos tienen un elemento común: el queso costeño. En Quibdó le echan queso a todo. Hay sopa de queso, sancocho con queso, todos los platos que mencioné tienen queso y como a mí me gusta el queso, fue todo un goce.
Esta vez no voy a dar direcciones para llegar, porque todo el mundo sabe dónde quedan estos sitios. Pregúntele a cualquiera en el malecón, ahí junto a la catedral, y tendrá una razón.
El Chocó fue toda una experiencia y me confirmó la imagen tan errada que en Colombia tenemos de la zona. Si se anima y se queda unos días, no deje de visitar Tutunendo, uno de esos ríos de aguas limpias, tranquilas y llenas de vida (vea aquí imágenes del río Tutunendo). Claro, hay muchos más. Muchos. Pero, como siempre, yo recomiendo el que conocí.
El que va a Quibdó, vuelve. Y sí, hay que volver para redescubrir la magia, esa que a veces ni los mismos chocoanos pueden ver.
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