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¡Cuán hartos estamos de los delfines en la política!

En Colombia, los hijos de los expresidentes tienden a ser como una incómoda escara en la, ya de por si, estropeada dermis del panorama político.

Se ha vuelto casi un hábito que frustren cuanta expectativa positiva se crea en torno a ellos. Pocos “delfines” se salvan del vituperio nacional.

Aún recuerdo aquella imagen de la posesión presidencial de 1990 en la que se enfocaban las piruetas de Simoncito, el inquieto retoño del expresidente César Gaviria quién, robando cámara hasta el hartazgo, casi estropea la ceremonia. Se trata de aquél mismo infante que 22 años después, ejerciendo como presidente de la cuestionada Cámara de Representantes y único jefe del denostado liberalismo, estuvo a punto de  estropear la estabilidad judicial de la Nación cuando aceptó, sin empacho alguno, haber firmado sin leer una conciliación de la reforma a la justicia de aquél entonces, la misma que de haber sido promulgada por el gobierno, hubiera sido devastadora para el país.

Otros “delfines” que han teñido la historia de Colombia recientemente son los hijos de nuestros últimos mandatarios, los mismos que a toda costa hicieron realidad su pertinaz anhelo de reelegirse presidentes. Sin entrar en mayores detalles, que para nadie son un secreto, Jerónimo y  Tomás Uribe, solo por mencionar un par de escándalos en los que su reputación ha quedado en entredicho, llevaron (o llevan) a cuestas una investigación  promovida en principio por el Consorcio de Periodistas de Investigación (ICIJ por sus siglas en inglés)  y posteriormente por la Fiscalía y la DIAN por presuntas irregularidades en la contabilidad de una empresa llamada Ecoeficiencia vinculada aparentemente con un carrusel de compañías exportadoras cuyo ilícito fin era, al parecer, cobrarle a la DIAN millonarias devoluciones del IVA. Como si lo anterior fuera poco, aún no han  podido cerrar del todo el bochornoso capítulo aquél (mediados del año 2008) de la posible repartición de la mermelada santista, favoreciendo -todo indica- a los hermanitos Uribe Moreno con una suspicaz asignación de privilegiadas y suculentas zonas francas.

 

(Vea: «Es evidente que la Fiscalía está detrás de Tomás y Jerónimo Uribe»: Defensa / Revista Semana)

(Vea: Los empresarios Uribe Moreno / El Espectador)

 

A propósito de “mermelada santista”, Martín Santos, delfín del otrora ex mandatario nobel de paz, no solamente ha dado mucho de qué hablar en redes sociales por ser un envalentonado escudero y quijote de todo cuanto hizo su padre en ese angustiante y exhausto gobierno; sino que, como todo indica pareciera una verdad irrefutable difundida por todos los medios, protagonizó en el 2014 un escándalo en un restaurante brasilero junto con otros conocidos (Manolo Cardona, Yamit Amat Serna, etc.) cuando entre “platos voladores” que se lanzaron un bando y el otro,  los colombianos desataron una penosa trifulca, por gracia -según informaron diversas fuentes- de unos acalorados comentarios antigobiernistas, en plena y feroz campaña de Juan Manuel Santos por repetir periodo.

Pero vayamos al remoto pasado y sentemos a otros delfines en la triste silla de los difamados. Hablemos ahora de un desprestigiado e inmemorial delfín, el  expresidente de Colombia Andrés Pastrana Arango, de quien la esperanza de que hiciera en 1994 un mejor gobierno que su progenitor, Misael Eduardo Pastrana Borrero, se fue por completo al traste.

Y mucho antes de este infortunio, finalizando el siglo XIX, un afamado delfín Pedro Nel Ospina (presidente de Colombia 1922-1926), aun cuando hizo aportes importantes para el país, lejos está su gobierno de entrar en la lista de los más rescatables, como tampoco lo fue el de su padre, Mariano Ospina Rodríguez (1858-1863); ni mucho menos el de su sobrino, Luis Mariano Ospina Pérez (1946- 1950), de cuya presidencia bien podría afirmarse, está teñida de sangre la historia de Colombia, en virtud de la  fratricida guerra partidista enquistada en la médula espinal de la capital de la república. Esa misma ignominia de tinte político que creara el odioso Frente Nacional y, le arrebatara aquél aciago 9 de abril la vida al caudillo Jorge Eliecer Gaitán.

El último delfín de ese clan Ospina, finalmente, sería removido de su cargo, luego de un ejercicio espantoso como jefe de estado. Sucedido en 1950 por Laureano Gómez,  de quien a propósito, su hijo y “delfín”, Álvaro Gómez Hurtado, estoy seguro sí hubiera hecho un extraordinario gobierno, de no haber sido asesinado en 1995 por fuerzas oscuras del Estado.

Corolario de lo anterior, bien se puede colegir que los hijos de expresidentes en Colombia difícilmente van a poder salir bien librados en el estricto juicio que la Historia haga de ellos.

Personalmente, no privaría a ninguno del cadalso. Ni a los de ayer, ni a los de hoy.

Que el delfinazgo político entrara en vía de extinción sería magnífico en cualquier estamento del oprobioso poder en este país.

Malogrados delfines. También deberían entrar en este género, por supuesto, aquellos  nuevos delfines que sin afinidad sanguínea alguna, son arrastrados al poder para que en cuerpo ajeno otro insaciable ventrílocuo en su lugar gobierne.

 

 

                       

                          

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