En estos días densos y llenos de preguntas sin respuesta he pensado que cuando más sentido tiene la vida es cuando uno menos intenta buscárselo. Las cosas simplemente pasan en medio de una combinación entre el azar –esas circunstancias de la propia existencia y que están fuera de control– y las decisiones que tomamos. Vivir incluye aceptar lo que es, incluye la injusticia y también ser conscientes de que obligatoriamente moriremos nosotros y aquellos a quienes amamos. Vivir es despertarse cada día intentando pensar más en alegrías efímeras que en esa certeza desgarradora. Pero es también la descomunal posibilidad de atestiguar la explosión de magia y arte y vida maravillosa e improbable que nos rodea, de saber que todo lo que vemos es posible, de sentir un montón de cosas y poder decidir qué hacer con ellas.
“La especie humana dominaba la tierra y aprovechaba este dominio para exterminar otras especies y calentar la atmósfera y, en general, estropearlo todo, modificándolo a semejanza del hombre; pero también pagaba su precio por tales privilegios: que el cuerpo animal de su especie, finito y concreto, contuviera un cerebro capaz de concebir lo infinito, y ansioso de serlo”, dice Jonathan Franzen en ‘Las correcciones’.
Suponemos e imaginamos constantemente aquello que podría haber sido y no fue, y lo que podría llegar a ser, y así pasan los días… La búsqueda de sentido y de caminos alternativos para el pasado es inagotable, desgastante y desquiciadora.
Por eso en estos tiempos cargados de angustia e incertidumbre colectivas he percibido que el sentido llega en silencio cuando no se lo busca demasiado. Llega cuando uno se levanta a vivir el día con la decisión del entusiasmo, sin pensar en ayer ni en mañana; cuando se sonríe en soledad observando un pájaro cantar y espulgarse sobre una rama; llega cuando uno respira profundo y agradece estar vivo para poder darse cuenta de lo que pasa hoy en el mundo, bueno o malo; cuando se saborea cada bocado, así el día anterior se haya comido lo mismo; y cuando uno se estremece al pensar en cuánto ama a otra persona, en cómo temblaría la vida si ese alguien no estuviera y en esa felicidad única y profunda que produce el hecho de que hoy esté.
El sentido llega cuando se piensa con tranquilidad en eso que se quería con muchas ganas y que no pudo ser, porque se sabe que tantas otras cosas no han sido y aun así se está hoy aquí para mirar los pájaros y abrazar, y para emocionarse con eso tan bonito que trae a su vez la incertidumbre: la posibilidad de que cualquier cosa puede ser.
Es bonito observar la naturaleza para comprender qué es lo natural: hay días grises y hay días azules, a veces se intercalan y otras veces hay mucho gris seguido o un azul abrumador. Pero no ha pasado que el cielo se quede gris o azul para siempre (tal vez solo lo parezca si uno lo deja de mirar). Lo bonito es que de la combinación del agua del gris con la luz del sol que brilla sobre el azul nace la magia del arcoíris, que no es sino un reflejo que nos recuerda que en la diversidad aparece el equilibrio y se asoman caminos de colores.
La vida es, casi siempre, el surgir de un arcoíris sobre un cielo gris.
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