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Bucaramanga es un pueblo pequeño sin rascacielos ni autopistas, lo he dicho antes. Es un pueblo sencillo que por más bonito que sea a veces pasa por aburrido. Sin embargo uno de vez en cuando se anima a salir y vivir cosas distintas con la persona que esté de turno, lástima que todo sucede en los mismos lugares de siempre y a veces se percibe como una etapa de la adolescencia que jamás termina. Un alargue de algo innecesario que incomoda. En fin.

El punto es que hace unos días estuve en el Municipal, que es como el primer bar de verdad –aparte de Bonobo-, que existe acá. Hay música en vivo y el precio de la cerveza es decente, tiene una mesa de billar y un par de juegos de rana que le dan un toque popular para que uno se sienta loquillo y alternativo. Pues bien, allí estaba yo. Ebrio, mareado y jugando rana hasta que decidí sentarme en una banca. Caí aburrido, con los ojos cansados y ganas de dormir y en ese preciso momento volteé a mi izquierda para verla. Estaba sola y callada, a menos de cinco centímetros de rozar mi brazo. Estaba sola y callada, con ese toquecito angelical que tienen las veinteañeras estrato 8 que deciden ser chirris para no parecerse a sus papás. Era hermosa, una hippie bella, de las que huelen a Light blue y eso me excita.

Blusa verde, jean y tenis. Rubia y trigueña. Con una nariz normal y sin diseño de sonrisa. Tenía un pie arriba de la silla y el pelo despeinado. Era una millennial sin maquillaje ni blower, como las que acostumbro a acosar por Instagram -con la diferencia de que estaba allí, en vivo para mí y podía hacer algo más que darle likes como un enfermo-. Entonces comenzamos a hablar. No recuerdo usar una frase para abrir ni impresionarla, sencillamente pasó. Comenzamos a hablar como si nos conociéramos desde tercero de primaria y fue bello. Uno a veces conecta con algunas personas sin necesidad de forzarlo. Son accidentes de los buenos, que aunque no suceden con tanta frecuencia como los malos, también nos marcan.

Fueron alrededor de 20 minutos los que duramos allí sentados, esculcándonos la vida con preguntas directas y crudas, parecíamos una pareja de Hang the DJ -el capítulo de Black Mirror en el que las personas que hacen match con alguien saben cuánto tiempo les queda por compartir y tratan de aprovecharlo o desperdiciarlo al máximo-. Supe que vive en Medellín y estaba en Bucaramanga solo por sus vacaciones. Esa noche salió porque se sentía triste. Estaba triste por alguien, un tipo al que le gusta el rock pesado y usa el pelo largo. Dijo que la relación se había convertido en algo tóxico y ya estaban en esos alargues innecesarios que solo sirven para hundirse más. Nada del otro mundo, como Bucaramanga. Pero aun así fue bonito, uno habla con muchos extraños por las redes sociales pero con pocos en vivo y en directo, y es bueno: menos íntimo pero más personal.

El caso es que jamás le pregunté su nombre ni sus redes sociales. Solo nos tomamos una cerveza y después cada cual agarró por su lado. Nos despedimos así, confiados de que nos cruzaríamos después -como si la vida nos sonriera cada fin de semana-. Por eso siento que escribo esto en forma de búsqueda, porque en el fondo quiero saber de ella. Quiero encontrármela de nuevo,  agregarla a Instagram, pedirle el WhatsApp y arruinarlo todo. Con ella lo haría.

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