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La idea de romper, así sea por un par de días, la monotonía y más aún si es un viaje de placer, nos relaja y ocupa nuestra mente pensando en los nuevos espacios que vamos a encontrar. Pero la mayoría de las personas descuidamos algunos detalles que consideramos siempre cubiertos como la salubridad de los alimentos que vamos a consumir, la infraestructura sanitaria que vamos a encontrar y la tolerancia hacia ciertas costumbres gastronómicas ante las cuales no estamos habituados.

Así ocurrió hace ya un par de años en un viaje al norte del Huila; varios compañeros de la universidad nos disponíamos a iniciar una investigación arqueológica en una zona montañosa de magníficos parajes, pero de difícil acceso. Luego de un largo e incomodo viaje nos encontrábamos al fin en las faldas del majestuoso páramo de Sumapaz; la vista era magnifica y no hallábamos la hora de iniciar nuestra labor, sin embargo en medio de tanto entusiasmo se gestaba un desagradable episodio: en el lugar donde pernoctábamos, los lugareños nos habían preparado una comida, buena dentro de las posibilidades que existían; se trataba de pasta con sardinas, y de sobremesa un vaso de leche recién ordeñada y mono (una clase de panela más clara); las sardinas no son el plato de mi predilección sin embargo era un desaire no recibirlas dado el esfuerzo para su obtención, por tal razón un compañero se ofreció gustoso a colaborarme. La velada transcurrió en paz y en medio de un clima de optimismo nos fuimos a descansar para enfrentar la ardua jornada del día siguiente; pero a eso de las doce un repentino salto de mi compañero me despertó, la cena le había causado cierto malestar y presentaba un color verdoso, estaba sudando y sufría un terrible escalofrió. La escena no podía ser peor, dado que la situación de orden público en la zona impedía salir después de cierta hora si no se quería ser objetivo militar, y  el único baño (que en realidad era una letrina), se ubicaba a unos 300 metros de donde dormíamos además era parte de la escuela de la vereda y ésta se encontraba cerrada. La posibilidad de asistir a un escenario más natural, implicaba el uso de linterna, pero esto llamaría la atención de los combatientes que circundaban la zona; la única solución fue esperar el amanecer. Yo me volví a dormir, pero mi compañero esperó sentado en la cama agarrándose la panza y experimentando retorcijones que obviamente no le permitieron dormir. Milésimas de segundo después del primer rayo de sol, mi compañero salto de la cama y se dirigió hacia al baño, pero como era de esperarse lo dejó en lamentables condiciones, por si fuera poco, a la debilidad causada por la terrible noche se le sumaba el esfuerzo de acarrear baldes con agua hasta la escuela para habilitar de nuevo la unidad sanitaria, ya que la manguera de la que tomaba el precioso líquido estaba a unos 50 metros y tenia un chorro muy débil que demoraba la operación. El trabajo fue inútil y una hora después comenzaron a aparecer los pequeños, por lo que tuvimos que abandonar nuestra desagradable labor. Entonces, mi compañero en un acto desesperado intentó utilizar un palo en las labores de destape, pero el inminente ingreso de los chiquillos nos hizo retirarnos en el acto quedando el palo como testigo mudo de los hechos, pero también como señal de prevención para los posibles usuarios.

Nos alistamos para nuestra labor un poco diezmados por la actividad nocturna, no hablamos sobre el tema y partimos un poco más tarde de lo planeado, luego de un magro desayuno de mi amigo, que no pudo con una rica changua de leche recién ordeñada. El resto del día fue igual: constantes desapariciones de mi compañero y fuertes retorcijones enmarcaron la jornada durante la cual me sentí cohibido de utilizar las palas  con las que este se desaparecía. La situación nos hizo regresar antes de lo previsto, obligando a mi compañero a pasar con la cabeza gacha frente a la escuela que horas antes había afrentado. Tras unos días, todo volvió a la normalidad, pero desde entonces nos quedó planteada otra lucha interior (menos cruel que la sufrida en las vísceras de mi compañero), en la cual nos debatíamos entre recibir los alimentos que desinteresadamente nos ofrecían y el acto grosero de despreciarlos.

 

Don Beto

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