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Siempre que escuchamos la palabra “rebelde” a nuestra mente llegan personajes como Alejandra Azcarate, Margarita Rosa, Martín de Francisco, Alejandro Riaño, Daniel Samper, Carolina Sanín, Isabella Santo Domingo, Carolina Guerra, Paola Turbay, Andrea Echeverry, entre otros.

Al repasar estos nombres es imposible no pensar: con razón en este país no hemos tumbado nunca a un presidente. Para empezar, a los rebeldes de verdad los gasean durante las protestas, les echan el ESMAD, les dan bolillo, los apresan… Que yo sepa, Margarita Rosa de Francisco no ha pasado nunca una noche en la UPJ, y a la rebelde Azcárate no la han prendido nunca a bolillo, ni ha estado a punto de perder un ojo en una protesta.

Seamos serios, los verdaderos rebeldes no actúan en novelas, no presentan desafíos, no comentan partidos de fútbol, ni los entrevistan en programas de chismes, mientras les celebran sus ocurrencias, y les recuerdan cuan irreverentes y geniales son. Así mismo, su imagen no es portada de revistas de moda. ¿O me recuerdan de qué edición de una revista del jet set fue carátula el dirigente del sindicato de camioneros, o del gremio de taxistas?

A un verdadero rebelde, y a cualquiera que realmente sea un peligro para el sistema, no le patrocinan su propio programa de televisión para que haga gala de su desparpajo e irreverencia, como la Azcárate, o de sus complejos y conflictos existenciales, como Carolina Sanín. Pueden dormir tranquilos, Descárate sin evadir jamás puso a temblar el statu quo. Y no, Juan Pis Show no va a acabar la corrupción, ni las letras de Adriana Lucia van a inspirar una verdadera revolución social

No nos engañemos. No hay nada más inofensivo para este  sistema que los falsos rebeldes, es más, son propaganda del mismo, porque contribuyen a promover la falacia de que aquí, en este país, sí se puede cuestionar al estado, y sí hay verdadera libertad de expresión.

Contrario al señor Riaño, y a la señora Turbay, que no desperdician micrófono para echarse flores y presumir de humildes y sencillos, un verdadero rebelde rara vez habla de sí mismo. Todo lo contrario, sus cuestionamientos son de fondo, y las pocas oportunidades que tiene frente a un medio de comunicación las aprovecha para denunciar temas serios como los bajos salarios, el pésimo sistema de salud, o de pensiones.

A un verdadero rebelde, tipo dirigente de la CUT o FECODE, no lo invitan nunca a Talks shows del corte Yo, Jose Gabriel, o Suso el Paspi. Mucho menos protagoniza comerciales de champú, bebidas con sábila, panela con limón, u otras carajadas.

El verdadero rebelde lleva toda su vida luchando por una misma causa de forma anónima. No se es rebelde por temporada, por moda, ni buscando fama. El falso rebelde, por su parte, se une a una protesta sólo hasta cuando esta es popular y le reporta likes y seguidores, de resto no mueve un dedo. A los verdaderos rebeldes la opinión pública no los quiere, los rechaza por feos, sin clase, y ordinarios. Aun así, el verdadero rebelde lucha cuando le vulneran un derecho y no porque delire con ser el nuevo Garzón o porque, al fin, le haya sonado la flauta haciendo humor político.

A diferencia de Andrea Echeverri, que debe tener las suelas de sus zapatos coloradas de tanto pisar alfombras rojas – y eso que, según ella, odia la moda y el glamour – , a una verdadera rebelde, como una líder social, por ejemplo, no la invitan a galas de premiación ni le rinden homenajes. Todo lo contrario, si se descuida, le dan plomo en la calle. Y si por casualidad llegara a asistir a alguna, no va a aparecerse por allá con un gramófono, un arco iris, o cualquier otra cosa bien estrafalaria sobre la cabeza. Una verdadera rebelde no está ávida de atención.

Contrario a una consentida de los medios como la Azcárate, a la que han querido volver famosa a las malas y han intentado metérnosla hasta en la sopa, o a un fanfarrón como Daniel Samper, que anda más pendiente de intrascendencias como si el presidente dijo “polombia”, “querí”, o si está gordo, a un verdadero rebelde no le dan ni voz ni vitrina en los medios. Por el contrario, buscan callarlo y rara vez lo entrevistan. Y si se ven obligados a hacerlo, presten atención a la diferencia: Con el falso rebelde, el periodista de un gran medio se ríe todo el tiempo, le pregunta cuándo fue la última vez que fumó bareta, o que besó a alguien del mismo sexo, entre otros temas polémicos y picantes, mientras que al verdadero lo trata peor que a una escoria o a un delincuente, lo mira rayado, le pregunta con rabia y desconfianza, lo cuestiona, lo ataca, contradice, y no lo deja responder.

Un falso rebelde se reconoce porque, pese a que nació y creció en el seno de una familia “bien”, jura que el haberse ido a pasar una temporada a casa de su papá, al barrio la Macarena, borró de su ser cualquier asomo de clasismo, lo transformó en un ser completamente diferente a los de su estirpe, y en un hijo legítimo del pueblo. Olvídenlo, ni decir sumercé hace más sencillo ni humilde a nadie, ni irse a vivir a la Macarena o a la Candelaria vuelve más sensible socialmente a nadie. No cambia su esencia, ni le quita lo gomelo(a).Es como si un ñero pura cepa dejara de serlo, solo por irse a rumbear un fin de semana a un bar de la 85 (supongamos que lo dejan entrar). Otra cosa, ni la Candelaria ni la Macarena son barrios marginados. Alguien que ubique a este par, que les dé el nombre de unas ollas bien bravas,  de dos o tres barrios bien calientes para que se luzcan durante la próxima entrevista. Si van a presumir de chusma que por los menos se informen.

Esa, precisamente es una de las características que más identifica a los falsos rebeldes: alardean en el sentido contrario al común de la gente. Posan de marginados y se pintan pobres, cuando están muy lejos de serlo. Así hayan pertenecido desde siempre a la rosca y a la élite de este país, ellos también alegan venir de abajo. Y así a todo lugar hayan llegado por arriba y entrado palanqueados, reclaman haberse hecho a pulso y haber empezado tocando puertas, como todos.

Me da pena, pero no a todas las mujeres las nombran hoy reinas de belleza y al otro día, sin ser actrices, les ofrecen protagonizar una novela. Si una verdadera rebelde quiere ser escritora le toca empezar de ceros, escribiendo en el anuario del colegio. No es que hoy le dio el arrebato y mañana ya tiene una columna en el diario más leído del país. Tampoco es tan fácil como que hoy arranca a twittear como loca, y a despotricar  de los de su misma clase, y al rato le ofrecen ser vicepresidenta.

Si una mañana, con o sin razón, una rebelde se pone de alzada con su jefe, esa misma tarde la echan y al otro día no tiene con qué comer. No es que a los 10 minutos ya tiene chamba, porque desde la publicación  de los Javieres o de los Albertos la llaman a ofrecerle trabajo.

Una verdadera rebelde no es bendecida y afortunada, no se graduó del nueva Granada, o de los Andes, no se apellida Santo Domingo o Turbay, ni termina casada con uno de los hombres más ricos de Inglaterra.

Finalmente, los falsos rebeldes se reconocen porque quieren ser los únicos en sobresalir, por eso buscan ocupar hasta los roles más opuestos. Ser los privilegiados del sistema y la vez los más indignados; los más pupis y al mismo tiempo los más marginados. Tanto es su afán de figurar y de protagonismo que terminan apropiándose de causas ajenas y de luchas que, por origen y clase social, no les corresponden. ¿Por qué un Riaño, una Azcarate o una de Francisco lucharía a conciencia por más oportunidades, si las han tenido todas?

Por todo lo anterior, lo mejor es mantenerlos a metros de las luchas populares, porque lo único que logran con su presencia es deformarlas y apartarlas de su fin original. Causas serias como luchar contra la pobreza y la desigualdad, terminan poetizadas y reducidas por ellos a frases rosas y etéreas o a discursos huecos y vacíos, como: “unidos podemos”, “no más odio, no más polarización” o “juntos somos más fuertes”. Discursos tan políticamente correctos que hasta el gobierno termina uniéndose a ellos y hasta ahí llegan la lucha y los reclamos.

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