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Josué Martínez FPor: Josué Martínez

He escuchado muchas veces que lo único que no para en la vida es el tiempo, que no hay ninguna otra cosa en la vida que tenga esa característica irreversible. Pero así como tantas otras cosas que escucho, que parecen verdades universales y que resulto comprobando que son falacias; esta supuesta “máxima verdad” sobre el pasar del tiempo, tampoco es real y paso a demostrarlo.

Tengo varios recuerdos en mi mente, algunos muy frescos, otros distantes, de esas veces en las que el tiempo, con todo y su andar inapelable, cedió y se detuvo a presenciar algún momento particular en mi vida.

En alguna ocasión el tiempo se hizo a un lado y se dedicó a contemplar la forma en que me perdía en los grandes ojos negros de una mujer, que sentada en una silla de la zona de comidas de algún centro comercial, me contaba todo sobre un viaje del que acababa de llegar.

También se detuvo una tarde hace muchos años a la salida del colegio; cursaba acaso grado sexto o séptimo y había acordado una cita con la niña que me gustaba al finalizar la jornada, justo detrás del colegio, en la puerta trasera. Ya con ella y después de balbucear un par de incongruencias y sintiendo que el corazón se me salía por la boca, ella, tal vez entendiendo que mis nervios y mi torpeza no me dejarían hacer nada inteligente, se me acercó, mucho, me susurró al oído: -despacio; y me besó. Tal y como había anunciado, muy despacio, muy tierno, muy perfecto; y con la puerta y la pared de la retaguardia del colegio como testigos y con el tiempo quieto, experimenté una de las sensaciones que nunca más olvidé.

Se detuvo varias veces en una cancha de fútbol. Mis tobillos siempre fueron débiles y los ligamentos no soportaban de manera correcta algunos movimientos bruscos de la articulación. Si pisaba de lado, el tobillo cedía y se salía de su posición provocándome uno de los dolores que más recuerde por su intensidad. Ahí, en ese preciso momento, recuerdo que el tiempo no era lo único que se detenía, también lo hacían el aliento, la lucidez, y por poco también la respiración. Por más que me esfuerce, nunca podré explicar con palabras ese agudo dolor.

Se detuvo en algunas otras ocasiones: con la noticia de la muerte de un amigo; al enterarme de que un familiar estaba consumiendo droga y había que internarlo en un lugar de rehabilitación; cuando la mujer de la que me había enamorado me mostró de una manera cruda, que los cuentos de hadas solo existen allá, precisamente, en los cuentos; mientras escuchaba un grupo de música Andina en vivo, aún siendo niño en compañía de mi padre en algún lugar del centro; leyendo algún libro, escuchando una canción, viendo por primera vez el mar sentado en la playa, y así en una y otra ocasión. Es tan real que el tiempo se detiene y lo hace de una manera tan fuerte, que deja unas marcas profundas y permanentes en la vida de las personas, para bien o para mal.
Y pienso en esto porque justo hace un par de días, el viernes a la tarde, vi como se detenía de nuevo, dejándome sin aliento y sin respuesta. Y fue diferente a las demás veces, porque se detuvo y fue a sentarse justo en la silla de enfrente, en la sala de juntas en la que estaba. Se quedó mirándome fijamente a lo ojos, desafiante, altivo, inquebrantable, como si supiera que esta vez no tengo alternativas, como si supiera que la decisión que me piden debo tomar a más tardar el próximo martes, en un par de días, es una de las más difíciles que he tenido que tomar hasta ahora.
Se detuvo el viernes en la tarde, y a hoy domingo no ha querido avanzar, ni un segundo. Dos días va a completar en la misma posición, en frente mío, riéndose de cómo me dan vuelta en la cabeza las pocas opciones que tengo. Así, quieto como está, sale conmigo a la calle a caminar, a pasar por puestos y puestos de comida, de ropa, de libros. Se hace al lado mío y se pone a buscar entre los títulos. Escojo un libro de Héctor Abad y otro que habla de la obra de Pablo Neruda. Sonríe al descubrir que aún no logro pasar de un puesto callejero de libros sin llevarme uno o dos. Me acompaña por entre los parques llenos ya de noche y de grupos de personas mal vestidas en las esquinas. Con toda la paciencia va conmigo, en silencio, escuchando como me atormentan las ideas que se agolpan en mi cabeza, una encima de la otra, o todas al tiempo.

No relaciono con maldad, al tiempo cuando se detiene. No creo que sea malo o despiadado. Creo más bien que es escrutador, calculador, acaso el elemento más artístico de todos los elementos, por su capacidad de percibir a fondo cada sentimiento humano.

Sentado en el muro de la parte de atrás del colegio, suspiró mientras mis labios se encontraban por primera vez con los de una mujer; siendo parte de la tribuna se retorció de dolor mientras veía mi tobillo ceder una y otra vez; esperanzado, complacido y pensativo miraba conmigo el mar, allá a lo lejos el horizonte, aquella vez en Santa Marta.

Y hoy, lleva detenido dos días, de manera casi que compasiva, expectante. A veces se me hace que quiere aconsejarme, ayudarme, pero es sabio, sabe que es algo con lo que debo lidiar solo, no se debe entrometer. Yo también lo sé y lo respeto, y mientras pienso y pienso, al menos puedo presenciar un milagro suceder; sé que durante dos días más, de acá al martes, el tiempo estará detenido, solo esperando por mi decisión, para después, inmediatamente después, continuar con su andar desbocado e implacable, justo con dirección al fin de todo.

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Son un grupo de jóvenes que dan su visión particular sobre el acontecer político, cultural y social ante todo tratando de generar una reflexión critica.

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