Los colombianos solemos burlarnos del ego de los argentinos. Que son creídos, egocéntricos, que se creen mejor que cualquiera, que son insoportables. Y puede ser cierto. Pero en el fondo, fondo, somos peores, con un agravante: somos tapados, pisapasito, culiprontos, envidiosos, morrongos, ladinos y taimados.
Sentimos que sabemos de todo y opinamos de lo divino y lo humano. Y no es sólo que sepamos, sino que creemos saber más que cualquiera y por eso los colombianos no hablamos, sino que proclamamos, no decimos sino que sentamos cátedra. Sabemos de fútbol. Sabemos de política, sabemos de música, sabemos de moda, sabemos de economía, sabemos de televisión, sabemos de tecnología, como si la nacionalidad nos negara el derecho a desconocer algo en esta vida y nos condenara en forma vitalicia a posar de sabihondos.
Nuestra esquizofrenia nos lleva a pensar que somos los más de los más, que hablamos el mejor español del mundo, que nuestro café es el más suave, que nuestros ciclistas son los que más suben, que nuestros futbolistas los que más goles meten, que nuestros literatos los que más escriben, que nuestra economía la que más promete, que colombiano no se vara, que somos el país más feliz del universo, que a nosotros no nos den trago extranjero porque es caro y no sabe a bueno. Y por supuesto, en medio de nuestro narcisismo bipolar, también lo malo tiene su espacio porque de una forma u otra, sentimos cierto orgullo estúpido cuando dicen que Pablo Escobar ha sido el mayor traficante de la historia, que nuestros políticos los que más roban, las Farc la guerrilla más vieja del mundo, Garavito, el mayor depredador, el rio Bogotá, uno de los más contaminados y que nuestra cocaína, es la más pura.
Y es que tal vez en ese ego inmenso es que radica nuestra violencia porque en medio de tanta tinta tonta, el país se nos deshace. Tragedia tras tragedia, debate tras debate, discusión tras discusión, somos cuarenta y siete millones de egos que se odian, conviviendo en algo más de mil kilómetros cuadrados.
Unos más, otros menos, los colombianos siempre creemos que tenemos la razón. En todo. En el fútbol, por ejemplo, todos tenemos alma de técnico y sabemos más. En política, ni se diga: expresidentes que no aceptan la diferencia, críticos que le descalifican el tonito, opinadores que desautorizan a quien piensa distinto, exfuncionarios que tienen la fórmula mágica para hacer lo que en su tiempo ellos no hicieron. En la religión suele haber más teólogos que creyentes, en la economía más expertos que dinero, en el sexo más chicaneros que acróbatas, en la gastronomía más chefs que carne en la nevera, en la salud más médicos que dolencias, en el arte más bohemios que melodías y en la vida cotidiana, sabemos tanto que terminamos por saber horrible.
Por eso, desde ese escalón de más que nos da la creencia de ser más que los demás, de saber más que los demás, el consejo se convierte en algo inevitable, casi orgásmico, porque a la larga los consejos son esas ideas brillantes, siempre experimentales, que preferimos le estallen en la cara a los demás. Nos priva aconsejar porque colombiano que se respete siempre tiene un “ se lo dije” engavetado. Y también nos fascina ayudar porque nos da la oportunidad de sacar pecho, ganar indulgencia y sobre todo, echar en cara.
En fin, podemos decir con orgullo que nuestro ego es más grande que el de los argentinos o los franceses. El problema de la infalibilidad es que siempre falla…
Yo no creo que siempre tenga la razón .En eso están todos muy equivocados…
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