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Somos un país lleno de fantoches. Nos encanta presumir lo que no somos, aparentar lo que no tenemos, simular lo que no hemos hecho, decir lo que no sabemos y fingir lo que no sentimos.

Estamos presos de las falsas apariencias porque creemos que la originalidad consiste en llenarnos de frases y de poses, de acentos y de ademanes. Nos proclamamos autónomos y soberanos con alas y con plan de vuelo propios, cuando en realidad nuestra singularidad no es más que una apariencia que se diluye a la primera llovizna. Estamos llenos de gente importante. Gente que se hace rogar, gente que se hace esperar, gente que se hace llamar, gente que no cumple, gente que corre tras el éxito. Sin embargo en este camino de desvaríos y extravíos cada día nos hemos vuelto más adjetivos que sustantivos.

Nos encantan las formas y las fachas. La banalidad y lo superfluo llenan todos nuestros días y por eso nos llenamos de frases rimbombantes para adornar lo que somos y lo que hacemos como si eso nos hiciera mejores. Las hojas de vida, las firmas digitales y las tarjetas personales aguantan todo y por eso los anglicismos, el spanglish y en general la verborrea en inglés intenta llenarnos de un glamour ficticio que obviamente no tenemos. Babas, puras babas, llenas de un arribismo que se sale por los poros.

Aunque comamos mierda eructamos sushi porque lo importante no es ser sino parecer, aparentar antes que vivir, porque las leyes marketeras y toda la carreta de la marca personal nos obligan a inflar el pecho, meter la barriga y enredar la lengua para sentir que somos alguien. Aceitunas sin hueso, leche deslactosada, sexo sin ganas, algodones de azúcar que se deshacen en la boca. Globitos de helio que se escapan y se pierden en el cielo…

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