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José Saramago decía que “las enfermedades del hombre actual eran la incomunicación, la revolución tecnológica y la vida centrada en el triunfo personal”. Y tenía razón. A mí, por lo menos, me gusta la modernidad pero nunca nada como cuando había más gente que pensara y menos teléfonos inteligentes. La intimidad se ha perdido porque pareciera que no fuéramos nadie, si no somos reconocidos, si no somos vistos, si no somos examinados, buscados, explorados y escrutados. Guy Debord fue un filosofo, escritor y cineasta francés que creó el concepto de la llamada “sociedad del espectáculo”. Básicamente pensaba que las personas hemos dejado de relacionarnos como realidades, para pasar a hacerlo como representación de las mismas. Cambiamos el ser por el parecer y esa es nuestra forma de comunicarnos. La redes sociales están llenas de gente solitaria e incompleta. El hombre de hoy vive en sus madrigueras digitales para evitar la polución de la vida real.

En nuestro tiempo tuitear resulta fácil. Vivir, un poco menos fácil. Tuitear según se vive es difícil, pero vivir según se tuitea es mucho más difícil. La redes sociales han copado nuestras vidas. Pero como el dinero o la fama, no son buenas o malas en sí mismas, porque los adjetivos vienen después del uso que les demos.

Frente al tema, solía ser como esos fumadores retirados que aborrecen el humo y el tabaco. Acá mismo he escrito en contra de la banalidad y la cursilería, la vulgaridad y la chabacanería, la insipidez y la superficialidad que desfila a diario en Twitter, o en Facebook o en Instagram o en Linkedin o en Tinder. Sin embargo, al pensarlo bien, he terminado por entender que la banalidad, la cursilería, la vulgaridad , la chabacanería, la insipidez y la superficialidad son el sello que nos identifica como sociedad. Somos eso y los tuits, o los post o las fotos son nuestro reflejo y como resongaban los abuelos, “ que culpa tiene la estaca si el loro salta y se estaca”. Arturo Pérez Reverte decía esta semana en El Tiempo que “las redes son formidables, pero están llenas de analfabetas, gente con ideología pero sin biblioteca, y pocos jerarquizan. Dan igual valor a una feminista de barricada que a un premio Nobel”. Por eso, en esta época de barrigas firmes y convicciones débiles, es mejor que a uno se le caiga la papada y no las ideas..

Pero no podemos engañarnos. No es Twitter, no es Facebook. Somos nosotros. Somos una sociedad llena de sectarios, de fanáticos, intransigentes, intolerantes, extremistas, cursis y banales. Así como estamos llenos de exaltados con ojos fuera de orbita, día a día, muchos de nosotros vamos engendrando y cocinando pequeños odios, pequeñas rabias, pequeños aborrecimientos, que no por pequeños dejan de ser mortificantes, porque las antipatías de los librepensadores suelen ser peores, porque están disfrazadas de actitudes cool y de risas y sarcasmos. Si pertenecemos a alguna religión, juzgamos a los demás a la luz de nuestra fe y aunque todos los credos hablan de amor y tolerancia, nos damos el lujo de expedir certificados de buena conducta a la luz de nuestras propias convicciones. Ser de izquierda o de derecha no deja de ser una posición para ver salir el sol, pero no nos da el derecho de juzgar a los demás. Nuestra moral es de caucho: dura cuando se trata de juzgar a los demás y laxa y blanda cuando se trata de decidir nuestras formas para actuar. Nos hemos vuelto acumuladores de basura, coleccionistas de bazofia porque nos hemos creído el cuento de que lo importante es parecer y hacer creer. Y así vamos por la vida, horneando nuestros odios, cocinando nuestras tirrias, encerrados en un closet del que tal vez nunca saldremos, aunque nos estemos llenando de polillas y no haya bolas de alcanfor que nos alcancen. Por eso, las redes sociales no son más que pequeñas ventanitas a través de las cuales dejamos ver nuestras miserias. Nuestra vida, casi, casi, es un tendedero de desdichas.

Aunque, como dice mi mamá, no hay que decir que de esta agua no beberé,en mi caso, es difícil que regrese a Twitter o a Facebook, porque sería como haberme ido de una fiesta y volver cuando todos están borrachos. Hoy creo que las redes sociales son una maravilla, siempre y cuando uno sea capaz de irse a tiempo. Decirle adiós a nuestra sociedad, en cambio, me resulta un poco más difícil,porque estoy convencido que de hacerlo terminaría siendo uno de esos ermitaños que se la pasan pidiendo a domicilio. Por eso, tal vez, lo único que nos queda es intentar cambiar la forma en qué vivimos.

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