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De lejos, la democracia ha sido uno de los mejores inventos de la humanidad. En teoría, es una «forma de organización del Estado en la cual las decisiones colectivas son adoptadas por el pueblo mediante mecanismos de participación directa o indirecta que confieren legitimidad a sus representantes». Gobierno de la multitud que llamaba Platón.

Sin embargo, como la telefonía celular y el masato, no está terminada de inventar y cada cual le agrega su ingrediente. Para la muestra un botón: según los resultados del Latinobarómetro 2017, la mayoría de los latinoamericanos creen que la democracia es el mejor sistema de gobierno. El 53 por ciento cree que esa es la mejor forma de gobierno, pero ese apoyo ha venido decreciendo en forma constante desde hace un lustro. Para completar, solamente el 36% de los latinoamericanos aprueban la gestión de sus gobernantes, elegidos por ellos mismos a través de votaciones libres. En Colombia, a duras penas, la aprobación llega al 30%. Como quien dice, los votamos, los elegimos y al poco tiempo los despreciamos, como un chicle que saboreamos, masticamos y al final terminamos escupiendo.

Somos un país de insatisfechos. Siempre nos hace falta algo y por eso vivimos en plena búsqueda. Tal vez sea esa la razón por la que la vida nos corre tan aprisa o de la angustia sin pico y placa con la que nos levantamos cada día. Las razones de nuestro descontento pueden ser varias: Una es que la mayoría de las veces nuestro voto obedece a razones diferentes a una clara convicción con respecto a lo que nos ofrecen, al tipo de persona que lo ofrece y al espectro ideológico donde se mueven. Solemos votar en contra de algo o de alguien, porque las encuestas así lo dicen y nos gusta alinearnos con el posible ganador o por simple simpatía, que como todo simpatía termina siendo esporádica. Y es que nosotros, nuestros políticos y sus partidos tienen todo, menos una ideología. Por eso nos hemos acostumbrado a votar por las personas y no por las ideas, que finalmente uno creería que es de lo que se trata la política. En nuestro país no se diferencia un partido de otro porque lo que hoy es, mañana puede no serlo y lo que se dice hoy, mañana puede acallarse en virtud de las circunstancias o del hecho simple, banal y absurdo de que la política es dinámica. Los partidos son un chiste y en el mejor de los casos una iglesia patronal donde se venera y se idolatra al caudillo de ocasión. Sin embargo eso es lo que hay y eso es lo que decidimos escoger desde nuestro libre albedrío que es la posibilidad simple y llana de decidir nuestro camino, de equivocarnos por nuestros propios medios y sacarnos los mocos si nos da la gana. En condiciones normales, todos tenemos el derecho de elegir nuestro destino, de aceptarlo y de hacer de nuestra vida lo que nos venga en gana y como dicen por ahí, hacer de nuestra nalga, un candelero.

Otra razón de peso, es que nuestros políticos son unas verdaderas caspas. Son trepadores, zalameros, oportunistas, descarados, embaucadores, marrulleros, lamedores, aprovechados y simpáticos. La gran mayoría de ellos ha estudiado en buenas universidades, lo que lejos de ser un atenuante es un agravante, porque de alguna manera han tenido oportunidades que la gran mayoría de colombianos ni han soñado. Llevan doble vida, bien sea porque hacen en privado lo que critican en público, porque no han salido del closet, porque tienen doble agenda o simplemente porque siempre tendrán la oportunidad de acomodarse.

Si a eso le sumamos el hecho que los colombianos somos criticones, individualistas, egoístas, envidiosos, suspicaces, resentidos, recelosos, creídos, picados  porque  para completar creemos que somos más de lo que somos, es fácil entender el por qué nada nos gusta, el por qué nadie nos gusta, así lo hayamos escogido. La Democracia, que llaman…

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