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En estos tiempos que nos corren, la apariencia termina siendo el elemento capital para sobrevivir en una sociedad en la que el aspecto, la forma, los modos, la fachada, la envoltura, el estuche, como dicen Los Aterciopelados, son los muros que separan lo bueno de lo malo, las verduras de los postres  y la opulencia del sobrepeso.

Por eso, maquillamos los defectos, embellecemos las averías, retocamos los estragos, hermoseamos las desgracias, acicalamos las desdichas, porque parece ser que la imperfección está mal vista y termina siendo políticamente incorrecta. A mi edad, me declaro mamado de la diplomacia, de decir lo que no creo, de las sonrisas fingidas en busca de la aprobación, de los perfiles de Linkedin llenos de hazañas del pasado y de profesiones calculadas en pos de un algoritmo, de las fajas y las siliconas, del botox y los casos de éxito, de las habilidades blandas y la simpatía a la medida, de las fotos retocadas y del querer caerle bien al mundo entero . Estamos presos del modelo Cosmopolitan donde hay guías para todo: para presentar una entrevista, para conquistar a la pareja, para caerle bien a los suegros, para no ser la oveja negra de un grupo, para vestirse adecuadamente, para seguir las normas de etiqueta, para verse pulcro y agraciado y para encajar en una sociedad prefabricada en la que nos guste o no, los feos somos más.

“Dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre. Y eso es lo que realmente somos.” — José Saramago

Hoy por hoy todo el mundo habla de  “marca personal”, un concepto que nació como una técnica para conseguir trabajo. Se le atribuye a Tom Peters, un escritor norteamericano, especialista en empresas, a raíz de la publicación de un artículo en la revista Fast Company, en 1997. El consideraba que las personas eran una especie de empresas, que podían gestionar la imagen que los otros podían tener de ellas. Pero no nos echemos cuentos: Marca personal era lo que las abuelas de antes llamaban carácter y personalidad, lo que nos definía como personas, seres de carne y hueso que intentaban hacerse su camino aún, por encima de su propia fealdad. Antes, uno únicamente  tenia que ser. Hoy nos debemos gestionar. Y aunque fantoches y petardos siempre ha habido, la imagen era algo secundario.

Y es que no se trata de regodearse en la verruga o chasquear mientras se come, o de quererse a raticos que es como llorar debajo del agua,  sino de asumirnos como somos, con defectos y virtudes, con posibilidades y carencias, con sombras y luminiscencias, con alegrías y tristezas, entender de una vez que con el  paso de los años se pierde pelo, paciencia y pericia y que lo que nos trajo hasta acá, tal vez ya no nos sirva para llegar hasta allá…

Algunas veces no se trata de cambiar la mentira sino de mejorar la estrategia…

Como todo hay que decirlo, en el mundo de hoy, el que no entra en ese juego, tiene pocas posibilidades de competir. De alguna manera hay que “venderse”. ¿Quién no ha inflado un poco su hoja de vida cuando se presenta a una entrevista de trabajo?¿Quién no ha exagerado sus virtudes cuando conoce a alguien que le interesa? ¿Quién no ha puesto una sonrisa pública aunque su vida esté deshecha? La marca personal está asociada con lo que hemos definido como éxito: reconocimiento, fama, gloria y dinero, como si el fracaso, el anonimato y el estar jodidos no hicieran parte de la vida misma. Por eso la relación con las personas se ha convertido es una batalla de pequeños egos, donde la lucha se concentra en ver quién vende más su cuento y cuál de los humos es más grueso, porque hay gente que confunde un ataúd con una cámara de bronceo.

El problema está en que la realidad, como la justicia, tarda, pero llega. Por eso, tal vez, de lo que se trata es de preocuparnos menos por la marca personal y más por ser auténticos, porque a las personas hay que conocerlas por dentro y  lo difícil siempre será decidir por dónde entrar…

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