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Se parecen tanto, que muchos creen que son  iguales, pero son tan distintas como un chino y un japonés, como tres tristes gatos y veintiún vidas sin sentido. Una  trata de la fe y la otra de la esperanza. Sin embargo, a veces las confundimos y así nos va.

La fe, es creer en algo que no se ve y por eso no necesita comprobación, sino la íntima convicción que  está ahí, como un poder maravilloso que toca nuestras vidas. Los que no creen, tienen otra visión de la vida, tan válida y posible como la de los que sí.

Uno cree – los que creemos- en  un dios, cualquiera que sea la idea que tengamos de él o cualquiera sea el nombre o la versión que queramos darle. Uno cree – los que creemos-  en una fuerza suprema que de alguna manera  da sentido a la existencia, una autoridad perfecta poseedora de todas las respuestas, cuyos tiempos son precisos, no necesariamente alineados con los nuestros. Por eso los que tenemos fe, esperamos un milagro, así tengamos la mierda al cuello. La fe no tiene que ver con una iglesia o con una religión, que no son más que interpretaciones discursivas o narrativas un tanto marketeras de una forma de ver esas deidades, porque una cosa es Dios y otra sus ejecutivos de cuenta.

No es lo mismo desconfiar que no creer.

La fe es excluyente, como un embarazo o los talentos. Se tiene o no se tiene y me arriesgaría a decir que es vitalicia, lo que no quiere decir que nazca con nosotros necesariamente. Es casi un nudo ciego que puede a veces refundirse, puede  a veces ser negada, rechazada u objetada, pero nada la confirma más,  que un problema no resuelto o un avión fallando.

La confianza en cambio, tiene que ver con la esperanza y por eso cuando uno confía, no mira para arriba sino mira para el lado, porque esperar, tiene más de deseo que de credo, tiene más de datos que de dogma, tiene más de información que de creencia. El que sabe, confía, porque el que confía sin saber es un ingenuo, casi  que un suicida. Al fin y al cabo, las grandes decepciones son esperanzas a las que les faltaron fundamentos. El que desconfía sabiendo, está condenado a la tristeza, a la propia y a la de las personas que rodea.

La confianza es como la virginidad

La confianza nunca es ciega, si acaso miope, porque parte de la perfectibilidad del ser humano, de la posibilidad del error, de la eventual desilusión. Por eso, tal vez, uno no necesita que le tengan fe, sino que le tengan confianza, porque esta última, parte del conocimiento de lo bueno y de lo malo, de los riesgos y de las posibilidades, pero sobre todo, de la decisión libre y espontánea de esperar el por venir y asumir sus consecuencias.

Cuando uno confía y se ‘descacha’, es porque de alguna manera no se leyó bien la situación o se cruzó la raya indeleble que separa la esperanza de la fe. Otros, por el contrario, se aferran a la desconfianza como un bote que los salva y puede que se ahorren muchas lágrimas,pero también se asegura la angustia de estar solo. ¿Puede un hombre vivir sin fe? Científicos, agnósticos y ateos opinan que si. ¿Puede un hombre vivir sin confianza? Seguramente no, porque hasta un ermitaño espera que le lleven bien su domicilio.

 

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