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Quieren hablar más sobre sus sentimientos y emociones, y más que hablar, buscan exteriorizarlos.

Tibisay Estupiñán blog bPor Tibisay Estupiñán Chaverra, bacterióloga y escritora de vocación. @tibisayes – facebook.com/tibisayes

Es inusualmente común lo que sucede en estos momentos en los cuales ciertos hombres están experimentando una necesidad de afecto que no conversa con los cánones y costumbres patriarcales bajo los que se han movido por siglos. Ahora quieren hablar más sobre sus sentimientos y emociones, y más que hablar, buscan exteriorizarlos.

Algunos hombres han ascendido o descendido (depende de quien lea) a un nivel de consciencia romántica que dejaría con la boca abierta a más de una ferviente “feminista” incrédula de que tengan corazón o hayan desarrollado una comprensiva y equitativa capacidad de amar.

Hoy en día es más fácil escuchar a un hombre decir: “Yo solo quiero una mujer que me brinde tranquilidad y amor”. En vez de acostumbradas frases como “A cada hombre le corresponden siete mujeres”, y esto lo digo con conocimiento de causa.

Hasta un famoso con el que coincidí en un vuelo, -que ha vivido en carne propia el papá de los amores, pero del cual no diré el nombre- rezaba este nuevo salmo masculino.

Sin importar la nacionalidad, credo, profesión o tamaño (de sus ingresos), los hombres están hablando a viva voz de un profundo miedo a ser “defraudados” por estas neomujeres que están en un estado de “estupor” colectivo al que he denominado “Venganza matriarcal reflexiva”.

Sí, venganza. Es que pareciera que después de tantos siglos de aguantar un sistema opresor y de no encontrar la respuesta a su incomprendida búsqueda de amor, algunas optaron por revelarse y vivir sus vidas a su manera (sin adentrarme a decir que esto sea positivo o negativo, ya que todo depende del enfoque y la autenticidad de la libertad autoproclamada).

Las mujeres decididas -incluye desde la que está segura de querer amar con causa y afrontar una relación con madurez, hasta la que opta por pasar bueno 30 minutos sin compromiso alguno-, ahora son motivo de un exhaustivo estudio previo.

Las denominadas intelectualoides también son toda una faena impensable, –y no tiene que ver con las 17.000 palabras dichas al día-, porque se piensa que “una mujer que lee es una mujer peligrosa”. Además es alguien con quien ahora pueden sentirse extrañamente cómodos hablando sobre economía, inflación, política y hasta bromear y debatir sobre fútbol.

Mientras conversan amenamente, estas intelectualoides acarician su nariz, sus cejas o una evidente cicatriz que los desvía hacia algún recuerdo de infancia que les roba una sonrisa y empiezan a contar sus anécdotas y anhelos, pero luego se acuerdan de lo mucho que están poniendo en juego y que esa mezcla letal entre inteligencia y ternura podría romperles el corazón, se amurallan y dilapidan cualquier oportunidad de interactuar de manera igualitaria y sincera y todo vuelve a resumirse en un deseo por saciar un banal placer, una fría penetración y un intercambio de What´s app, Facebook o el renaciente PIN.

“Las mujeres son malas y ahora son las que lo hacen sufrir a uno”. Este es otro salmo que ha sido la respuesta a mis intentos por entrar en la psiquis de este nuevo Homo erectus en momentos en los que está más erecto de lo acostumbrado (me refiero a una posición metafórica en la cual predomina una firme actitud de reproche frente a las féminas).

Paradójicamente, la sensación de estar siendo cosificados también se ha activado en ellos: se sienten incómodos al ser etiquetados sobre todo por el tamaño. Vuelve y juega “del tamaño de los hombres y otros demonios”: el tamaño de sus desaciertos, el tamaño de sus sueldos y por supuesto el tamaño de sus penes, tema que ha alcanzado proporciones sentimentales y psicológicas inquietantes.

Escuchar con voz temblorosa, preocupada y con una notable necesidad de aprobación la pregunta: “¿Si estuvo bien, te pareció bien?”, es algo que desestabiliza a las más ilustrada, comprensiva y cuerda de las mujeres. Sorprende ver las imágenes y frases románticas que publican, ver cómo se deprimen y hasta bajan de peso por las continuas lipotusas.

Esto se debe a que nuestros adanes están tan invadidos por sus miedos, atormentados por sus heredadas transgresiones y su posible incapacidad de adaptación (y no por las hormonas del pollo transgénico como algunos creen), que han entrado en una etapa de confusión que los lleva incluso a pretender colocarse condones en el corazón para no volver a ser víctimas del supuesto engaño acaecido en el paraíso, e intentan mantenerse en la seudo-seguridad que provee la actitud de macho alfa indómito, producto del sistema patriarcal out fashion e inaplicable en estos tiempos de alteración de lo que conocíamos como el inamovible orden de género.

Particularmente me enternece ver a un hombre confundido e incluso llorando y no tiene que ver con un deseo macabro de venganza o algo así, sino porque tal vez es el único instante en el que se puede ver a través de los ojos, el alma amorosa y el corazón convenientemente salvaje de un hombre.

La era romántica de los hombres confundidos debe ser comprendida y asimilada por ambos géneros como una oportunidad para romper los estereotipos, y rediseñar una historia en la que no seamos simplemente dos seres que vinieron a cumplir la misión de arrejuntarse, casarse, reproducirse, agredirse, traumatizarse y separarse.

No hago un llamado a la sumisión de ninguno de los dos. La falta de libertad y oportunidad de ser auténticos es lo que nos ha llevado a este caos emocional donde hay tanta incoherencia que algunos mienten, hieren y hasta matan por “amor”.

La idea es que nos desbaratemos y reconstruyamos no desde el amor bidireccional, romántico, tedioso, desgastado, peliculero y patriarcal al mejor estilo de Disney, sino desde un amar liberador, igualitario y diverso que ligue pasiones y sentimientos que hace algunos años eran absurdamente incompatibles.

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