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Para certificar que un proceso se realiza de acuerdo con parámetros de calidad es preciso, dicen algunos expertos en la materia, documentarlos es decir, describir su ejecución, llenar formatos, imprimirlos, sellarlos y remitirlos a archivos (fìsicos, por lo general), donde dormirán per sécula el sueño de los justos.

¿Es conveniente la generalizaciòn de esas prácticas? Depende. Hay documentos cuya condición de indispensables depende de normas necesarias o inmodificables. Pero también muchos se afianzan en criterios  caprichosos, del empleado de turno.

En el juego empresarial intervienen cada vez más jugadores. La idea es que cada cual no se limite a hacer lo suyo, en el ámbito restringido de sus funciones; sino que además pueda desplegar sus capacidades en las relaciones con otros interna y externamente: en el campo de las interfases, donde se efectúan las interacciones y se producen las innovaciones.

Pero es justo allí donde, en nombre de aquel principio según el cual todo proceso debe tener un responsable (lo cual es indiscutible, más en contextos donde el empoderamiento es débil por el peso del autoritarismo), se presentan discrepancias y vacíos respecto a quien debe registrar la calidad de una acción. ¿Sólo es demostrable la satisfacción si el cliente suscribe un acta en tal sentido?

La calidad no se asegura, necesariamente, con papeles. Por el contrario, puede ocurrir que su exceso sea síntoma de falta de calidad o, lo que es peor aún, de la desconfianza que obstaculiza los procesos, los complica y anula los efectos positivos de las tecnologías informacionales.

  

 

 

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