Un estudiante universitario no puede entregar su
tarea a tiempo por motivos insuperables y, por si fuera poco, al día siguiente
sale de viaje. Con su profesor acuerda hacerlo por Internet, como en efecto
sucede.
Para que tal situación sea posible se necesita, en
primer término, confianza: ese mecanismo que reduce la complejidad (y las
complicaciones) al decir de Niklas Luhmann.
Confianza, más allá de la simple credibilidad, supone
conocimiento y certeza en la palabra del otro, pero también ganas de querer
resolver asuntos de fondo que, en este caso, es la realización de la actividad
académica, con relativa independencia de las circunstancias de tiempo, modo y
lugar: en vez de prohibirlo, las autoridades educativas dicen aprobar el «uso
de las tecnologías» y esta es una buena ocasión de probar si es cierto pues
¿porqué recurrir a ellas sino es para superar los obstáculos de la
presencialidad?
También se requiere, es obvio, que los implicados
tengan acceso y sepan manejar, al menos, los elementos básicos. Esto, aunque se
da por descontado en un mundo donde el 30% de la gente es internauta, presenta
dificultades por restricciones tales como baja capacidad en las cuentas,
negación de acceso a redes sociales, a telefonía/IP o al intercambio de
archivos a través de la red y los equipos «institucionales», etc.
Hechos, como el del ejemplo, reflejan fuertes
contradicciones entre el discurso en favor de las TIC y las «políticas» predominantes
en muchas entidades educativas, gubernamentales y empresariales. Por fortuna la
Web conforma otro universo, libre y dispuesto a los intercambios de información
y conocimiento que la gente convenga con autonomía.
De ahí que sean contrarios al espíritu libre que ha
caracterizado a Internet hasta ahora, sucesos como los que buscan cercar a Wikileaks,
acabar con el intercambio de archivos o censurar mensajes en Twitter, pese al
repudio de numerosas internautas.
Esas tendencias -compartidas por poderosos de todos
los matices que se resisten al derecho universal a la información y la
comunicación- revelan las amenazas que se levantan contra la Sociedad del
Conocimiento, proclamada como horizonte de tantos países, ciudades y regiones
que necesitan alcanzar el desarrollo social y humano.
No menos preocupantes que esas amenazas son aquellas
políticas «públicas» que, con ligereza y afán demagógico, anuncian su
compromiso con el derecho a la información y la conversión digital cuando, en
realidad, buscan proteger intereses opacos, reforzar los mecanismos de exclusión
y control y bloquear la legítima apropiación social de las TIC.
Valga, para el caso, preguntar por la situación lamentable de telecentros patrocinados por el erario, la nula funcionalidad de
plataformas y sistemas de información estatal, la desprotección a la propiedad intelectual
de programas crados sobre códigos libres y el desconocimiento a los aportes de gente realmente comprometida con la socialización de las tecnologías
del conocimiento.
Comentarios