Más allá de los mitos que califican a los activistas
digitales como personas hurañas e insociables, ellos encaran en forma solidaria (no solitaria) la
defensa de la libertad de Internet frente al acoso del poder.
Desde luego, también hay quienes achacan el agobio y desgaste de la
calidad en sus relaciones inter-personales al uso intensivo de los dispositivos tecnológicos de comunicación.
Pululan -y son de buen recibo, aunque les falte verdad-
las disculpas por fallas y faltas de
comunicación, como el torpe funcionario que atribuye su ineptitud a caídas
de la línea o la casquivana que justifica sus traspiés por un correo electrónico mal enviado.
En efecto, muchos problemas en las relaciones
económicas, políticas, sociales o afectivas, se enuncien como fracasos de la comunicación y no de las
acciones de quienes forman parte de una alianza[1]
incluidos los directos implicados.
Pero, asignar a las tecnologías, por más «inteligentes»
que se les considere, la responsabilidad de conductas típicas de los seres
humanos, es síntoma de estupidez: rechaza la capacidad de aprender sobre la experiencia humana que, como dijo Aldous Huxley, no
es lo que le ocurre a alguien sino lo que esa persona hace con lo que le
sucedió.
Para evitar el esfuerzo de aprender a partir de las propias
experiencias, se ofrecen lecciones del tipo «el smartphone: un arma de
conquista«, «atrápalo en tus redes» o «cómo ser infiel en 140 caracteres»,
especialmente elaboradas para el gusto de burócratas de medio pelo, analistas
de gimnasio y especialistas de garaje.
Sin embargo, contrario a la decepción que producen esas
alianzas fracasadas por desinteligencia
y falta de compromiso, otras trascienden gracias a que las experiencias compartidas
cuajan en afectos que enlazan a los asociados más allá de los objetivos tangibles.
Sucede con, por ejemplo la corresponsal que superar las
restricciones y tensiones de escenarios conflictivos para elaborar y enviar sus
reportes a fin de en cumplirle a sus lectores al otro lado del mundo. O con las comunidades que por diversas vías y
usando los recursos más imaginativos respaldan a Assange,lo que significa defender a Internet para todos, incluidos mentecatos y fariseos.
Quienes querían, a propósito, presentar al promotor de Wikileaks como un reo huidizo y
amilanado en la embajada ecuatoriana en Londres, deberían admirar su lúcida y valiente interpelación a Obama, divulgada por todos los medios, incluidos los fariseos que
soslayan la confrontación directa con el poder.
WikiLeaks constituye, en realidad, una expresión
(exaltada si se quiere, pero honesta en su compromiso) de lo que significa la libertad como fundamento de las
interacciones sociales en el entorno digital: no exentas de controversia pero
respetuosas de la sensibilidad ajena, creativas, comprensivas y estimulantes.
Assange es símbolo de esa inteligencia identificada desde
siempre por su búsqueda leal del saber y que, sin apego a la fortuna material defiende
hoy libertad de Internet igual que antes
enfrentó la inquisición, la guillotina y los fusilamientos por las libertades
de imprenta, palabra y pensamiento.
[1]
En este caso, en vez del término «relación», se prefiere el de «alianza», pues
se trata de experiencias prolongadas -más que episodios- entre distintos. Lo
que permite recordar cómo muchas veces, desde la antigüedad, las colisiones
entre los poderosos concluían en coaliciones oportunistas, «alianzas» matrimoniales incluidas.
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