…y abatidos por la tos que rasga los pulmones e impide protestar contra esa cadena de púas que atenaza las articulaciones. No en vano, chikungunya, el nombre de esa enfermedad, en lengua makonde significa “doblarse por el dolor”.
Se dice que el chikungunya apareció en una región entre Tanzania y Mozambique cruzada por el río Rovuma donde los makonde viven una existencia medio nómada. Como no tienen ambiciones expansivas, sus excursiones se limitan a aquellos sitios donde obtienen lo necesario para vivir en un estado parecido a la felicidad itinerante. Utopía, lo supo Ulises, es camino, no puerto de llegada.
Así, enfrentaron con éxito las riadas de los esclavistas hasta los años veinte del siglo pasado. Fue el último pueblo africano sometido al escarnio de la esclavitud aunque ésta subsiste, al menudeo, en muchas partes.
La colonización de portugueses y españoles durante medio siglo se lucró del trafico de “macondos”: mismo nombre deformado que sirvió para nombrar al país que nacería, 47 años después, de las manos de Gabriel García Márquez.
Con el comercio de tallas en madera, en lo que son hábiles maestros, los makonde contribuyeron a financiar la lucha que expulsó a los portugueses en 1975. Su territorio fue base principal del Frente de Liberación de Mozambique.
Otra cara del bien
La fiebre de chikungunya no mata. Sin embargo, el dolor que causa en las articulaciones impide a quienes lo padecen, por largo tiempo, lavarse el cuerpo, pulir la madera o pelar naranjas; ni se diga de oficios más complicados, como sostener un arma, escalar un árbol o atravesar un río a nado.
Tal vez por eso los sabios makonde aseguran que, como todo mal, el chikungunya es sólo la otra cara del bien, o viceversa. No en vano ellos también derrotaron la invasión religiosa de moros y cristianos y mantienen prácticamente intactas sus creencias más cercanas al agua y a la tierra que al cielo.
Aunque de mente abierta e imaginativa, los makondes prefieren seguir aislados y son remisos a relacionarse con extraños. En eso se parecen a sus congéneres de aquella civilización fundada por Aureliano Buendía, a orillas de un río que corre sobre un lecho de piedras enormes como huevos prehistóricos.
Sin trato con traficantes
Discretos amigos del silencio y la belleza de las formas naturales, prefieren el diálogo consigo mismos a la imposición de discursos altaneros. Sospechan, quizás con razón, como aquí; de los viajantes fastidiosos, de sus mentiras e hipérboles. Rehúsan el trato con traficantes cuya avidez lleva al crimen.
Las autoridades de salud pública en Colombia hacen esfuerzos por minimizar las dimensiones del virus chikungunya. Mientras las cifras oficiales admitían la presencia, a mediados de septiembre de este año, de mil casos; otras fuentes informaban un dato 5 veces más alto.
El propio ministro, prominente economista neoliberal (lo que, en efecto, se refleja en favorecimientos al empresariado, en desmedro de la salubridad de la población), calla los efectos de la enfermedad en la capacidad productiva de las comunidades afectadas.
De expandirse a un ritmo moderado, en pocos años Colombia podría tener una cuarta parte de su población económica activa afectada por el mal del chikungunya. Las más perjudicadas, evidentemente, las regiones pobres por debajo de los 2200 metros de altura sobre el nivel del mar en los valles interandinos y las costas caribe y pacífica.
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