Por la misma época en que un joven grandote -sectario militante de Tradición Familia y Propiedad- alentaba la quema de libros en Bucaramanga; un viejo educador se empinaba para escribir en las paredes de los barrios pobres un letrero perentorio ¡Lea!
Nunca se sabrá cuántos adeptos ganó esa campaña del enclenque maestro Ladislao Gutiérrez. Pero, pocos o muchos, es probable que hayan tenido un destino menos ciego del de los que quedaron atrapados en la ignorancia incitada por los inquisidores.
Éstos, proclaman la inutilidad de la lectura para trepar a la parte más alta de las torres del poder: parlamentarios ignaros de las leyes que deben aprobar. Magistrados de malas letras, peor ortografía, sindéresis chueca y cuentas engordadas por propinas. Periodistas enemigos de la gramática que preconizan las ventajas de la educación, nunca pisan una biblioteca, ni un museo ni una librería. Locutores fanfarrones sin terminar el bachillerato.
Desde la cúspide, el rechazo al estudio anega las estructuras sociales. Basta escuchar las declaraciones de los gobernantes; los sermones de mandos militares y eclesiásticos (sí, los curitas ilustrados quedaron para siempre en las hojas amarillentas de las viejas novelas), los debates en el congreso u ojear los editoriales de la prensa tradicional, para darse cuenta de la escasa pericia para leer medio párrafo de corrido.
Los más avispados apelan a la costumbre medieval de alquilar a alguien para que les lea. Amanuenses zalameros les preparan resúmenes de resúmenes, notas que les entregan las asistentes y para evitar sus extravíos en medio de negociaciones que se intensifican cada vez que un asesor murmulla quien sabe qué al oído del contrincante.
Por histrionismo se vuelven orientadores de la comunidad. Y gracias a la astucia adquirida en el país de la desconfianza, los convierte en profetas de lecciones que no aprendieron de los textos.
Nada más asombroso que los arribistas del poder: garzones convertidos en ministros a punta de retahílas sin sentido. Cómicos trocados en directores de noticieros. Hampones que devienen en empresarios. Docentes inflados por la repetición de fórmulas. Rufianes de esquina en mandatarios. Pedófilos predicadores. Criminales censores. Eminencias mediocres, prácticamente analfabetas.
Y de ahí para abajo, el grueso de una población que no alcanza a leerse un libro en un año en promedio. Gente que nunca tuvo una novela en sus manos y desconoce el deleite de la poesía, el aliño de un ensayo o el desfallecimiento del capítulo cerrado.
Es probable que la lectura sea, más bien, una desventaja cuando se persigue con ahínco esa clase de éxito que se conjuga con el poder. A lo mejor el don Ladislao no tenía la razón y sí el futuro jerarca del fascismo criollo. O la ministra que masculla en inglés las tesis que nunca entendió en su «native idiom» . O el general confuso que subió grados a paso de ganso sin saber leer ni, por tanto, escribir.
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