Visto de lejos no es más que un corrillo que conversa bajo el sol tropical. Algunos, sentados en las bancas de piedra a mano derecha de la estatua de Martí en la Plaza Central de La Habana, escuchan a la mayoría de los contertulios, que permanece de pie.
El hecho podría pasar desapercibido. A menos de que se tenga noticia de que aquí opera la benemérita, exquisita y, obviamente locuaz, tertulia al aire libre más famosa de Cuba, llamada por algunos «La Esquina Caliente», que no lo es pues se efectúa en el centro de la plaza aunque sí, de preferencia, bajo el insistente sol cubano.
La charla sigue diversos cursos indiferentes al paso distraído de los viajeros y a la curiosidad de los locales que se acercan a averiguar cómo pintan las cosas ese día. Son, en realidad, varias grupos que fluyen, rotan con frecuencia, se articulan y se disuelven como arroyos que dan al mismo río, ríos que naufragan en el único océano.
Sin orden, sin calendario
Con un insólito comentario, dirigido a uno que está sentado en el banco, ingresa un nuevo participante: “Pensé que te tenían preso”. Todos sonríen y reanudan la cuestión. Sin agenda predefinida, ni orden del día, ni precedencias, ni zalemas los temas predilectos son, de forma no excluyente, deportivos.
– Con todas las veces que me han invitado a los programas de Canal 6, ya sería para que me pusieran salario – dice un elegante setentón negro en camiseta.
– Y ¿Por qué no les reclamas?, pregunta un joven de camisa roja, pantalón y zapatos blancos y gafas obscuras.
– Eso jamás, compadre –responde el veterano-, si fuera otro país posiblemente me tocaría conseguir un abogado a que pleiteara, pero aquí no hace falta…y deja al aire toda suerte de interpretaciones.
Sin la menor jactancia, el setentón de casi dos metros de estatura, suelta cifras, datos, estadísticas que ilustran épicas batallas en campos de beisbol, estadios y cuadriláteros de todo el planeta. Un compendio de información con los brazos abiertos, las palmas como esperando un pase de basquetbol, fintas de cintura, frases cadenciosas como olas, a veces raudas como disparos. Incomprensibles a oídos extraños.
Los demás, parados a su alrededor, en silencio y sin perderle la mirada. Alguien suelta un comentario que parece necesitar mayor hondura. El setentón invita, con un suave movimiento de mano, al comentarista para que prosiga. Éste, sin titubear, enuncia su hipótesis en un minuto sin interrupciones. Un soliloquio que los otros siguen con movimientos de cabeza y paso suave. La orquesta acompaña al solista mientras admira (y disfruta), su depurada ejecución:
– El viernes se llegaron por casa los tamboreros. Te estuve esperando para la fiesta ¿Qué pasó compadre?
– Noo hombre, qué va. La familia de mi mujer cayó de improviso y me quedé atendiéndola.
– Mira Tú. Con razón dije que estuviste preso. En casa sí. Pero detenido por orden superior.
Sin lugar y sin horario
Las reuniones en la Plaza Central comienzan, por lo general, a las nueve de la mañana y se pueden prolongar, fácilmente hasta la madrugada en verano. Oficinistas con un rato libre, trabajadores de paso, escolares en vacancia, paseantes de todos los barrios, poetas, sablistas en trance de buen retiro llegan sin cita previa, sin prisa y sin prevenciones.
Nadie se ocupa de los curiosos que, a su gusto, pueden pasar un buen rato escuchando simplemente, enterándose de información precisa y, si así lo desea, tomar la palabra, el silencio o el gesto para asentir o disentir sin cortapisas, tarjetas de presentación ni sospechas.
– Aquel –dice el garboso setentón con un dejo tiernamente despectivo refiriéndose a un fornido trabajador de blusa azul-, ahora ya se atreve a hacer predicciones sobre el desempeño de nuestro pelotero en la liga japonesa.
– Allá no hay pasado que valga –comenta un mulato entre dientes blancos y dorados. Lo único que sirve es que le pegue. Si no le da, pongan el pitcher que pongan, no va más. Y punto.
– Así es. Por que esto, caballeros, es un negocio. Te pagan para que hagas lo que mejor sabes hacer. No es con lengua, como nosotros, que se pasa la vida, caballeros.
Rumba verbal
Dos corrillos, separados por escasos dos metros, se abren con la misma gracias con que la infinidad de flores que forma una margarita se congrega para formar una sola flor. Circulan de la misma forma que un cuerpo de ballet. Cadencia y ritmo en los pies, en las palabras que se tocan sin cruzarse, ni desoírse, aunque sean veinte o treinta los ejecutores de la danza. Coro y solistas simultáneos intérpretes, traductores desenvueltos, cómplices del mismo torbellino, paradiso oral y rumba verbal, sin rumbo y conversadita.
En parques y esquinas de los barrios de La Habana, por Víbora, Vedado, Almandares, Loyano o el barrio Azul en el municipio Arroyo Naranjo, los vecinos suelen congregarse por la noche en torno una buena parla. Sin embargo, son versiones locales, especies alimentadas de novedades por tipos como aquel que, luego de dos horas de ricas lecciones, se desprende de la tertulia en el Parque Central para llegar a casa con las compras en la bolsa de dril.
Un grupo de rubicundos y flácidos turistas sigue alelado el índice del guía que apunta a la estatua blanca del Apóstol con una ofrenda dejada por una embajada de sindicatos peruanos. Nadie pregunta por la ropa de colores tendida, como banderas de efímeros países, en los balcones anexos al Hotel Inglaterra.
Pero, bajo el aire dorado de La Habana los viajeros no advierten la presencia de los contertulios del Parque Central. Tal vez, si evitan husmear en una discusión de borrosos individuos, les sea posible no enterarse de qué están hablando. Como podría ocurrir con otros diálogos en la capital cubana.
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