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En vísperas de la promulgación del 2º Plan Decenal de Educación empieza, otra vez, la rasgadura de vestiduras de la dirigencia nacional en pleno.
 
Ante el deterioro que registra la educación en términos de cobertura y calidad, desde la pre-escolar hasta la pos-profesional; los Voces Vivas de la Nación (incluido gobierno, clero, empresariado y, claro, los gremios, los medios y la propia ‘academia’), manifiestan su profunda preocupación y la necesidad de tomar medidas efectivas y oportunas.
 
Es evidente que esa vocinglería esconde la incapacidad de esos mismos sectores dirigentes para cumplir las políticas promulgadas a favor de la educación, la ciencia y la tecnología.
 
Los derroteros trazados en la Ley General de Educación (115/94), la de Educación Superior, el (a) Salto Educativo (1995), el 1er Plan Decenal de Educación (1995) y la Misión Ciencia, Educación y Desarrollo (1995) y la de Modernización de la Universidad Pública (1995), entre otros no se han seguido y de ahí los resultados negativos.
 
Metas precarias
 
La cobertura -que debería ser universal en el 2005-, se quedó en el 87%. La inversión -que debería ser del 6.5% del PIB-, está casi 2 puntos por debajo. Los indicadores de Ciencia y Tecnología crecen, es cierto, pero no en la proporción establecida en los mencionados planes.
 
En los informes oficiales abundan las consabidas explicaciones: “no se alcanzaron las metas, pero sí se registran significativos esfuerzos”. Pero no se alcanzaron las metas.
 
En otras palabras si, como dijo García Márquez al presentar el informe ‘Al filo de la oportunidad’ “la educación es el órgano maestro”, debemos admitir que es un órgano exánime y tajado por el filo de las oportunidades perdidas.
 
El crecimiento económico de los últimos años no es consecuencia del aumento de la productividad sino de juegos financieros y, en consecuencia, no refleja la situación real de las fuerzas productivas, el desaprovechamiento de la capacidad laboral ni el atraso tecnológico.
 
Tecnologías atrasadas
 
El ciclo de innovación tecnológica (adopción-adaptación-creación), está trastocado en la mayoría de las grandes empresas y grupos económicos pues el personal no recibe la formación requerida, los ingresos de los empleados decrecen por efecto de un régimen laboral indigno y desestimulante.
 
Por contraste, parece que se mantiene el espíritu de superación –por lo menos en buena parte de la población urbana joven-, como se deduce del crecimiento de matriculados en universidades e institutos de calidad más que dudosa que, no obstante, entregan títulos a cambio de quimeras.
 
Cartones, no conocimiento, es lo que reciben al costo de ahorros y privaciones épicas. En tales centros educativos la investigación y la extensión son artificios, argumentos para la promoción y venta de cupos en las aulas, donde reciben clases tediosas e incongruentes.
 
La dotación tecnológica es también mínima y se reduce, por lo general, a una red pesada que soporta un portal Web anacrónico, a unos computadores lentos en un salón atestado y pare de contar. La formación virtual, el aprendizaje en red y hasta una simple clase con video-beam son algo impensable.
 
Pomposos discursos
 
Donde trabajan los estudiantes universitarios de jornada nocturna no se les permite utilizar el equipamiento informático y tampoco se les concede tiempo para estudiar.
Si se tiene en cuenta que, por el contrario, a un alto porcentaje de los que estudian se les aumenta la carga laboral y se les imponen condiciones más gravosas, podemos afirmar que los logros de esas personas son contrarios a los pomposos discursos en pro de la educación.
 
Las inversiones que algunas empresas hacen en I+D+i y que se inscriben ante Colciencias reciben un buen descuento tributario. No sé si pasa lo mismo con las actividades que realizan los empresarios en materia educativa. Pero lo cierto es que su participación en esos comités les permite ejercer influencia ideológica y política.
 
Es de esperar que la ejerzan para bien del país y no sólo para su propio beneficio. Pues, de lo contrario, sería mejor que siguieran la recomendación de Stiglitz a Carlos Slim cuando le preguntó qué era lo mejor que podía hacer por su país (por el de Slim, no el de Stiglitz): pague justamente los impuestos.

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