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Hablemos claro: no todos quieren la paz en Colombia. Y ojo que digo «paz» (palabra chocante por utópica y demagógica) y no «diálogos de paz» porque ahí si el porcentaje de opositores incrementaría. Si englobamos las estadísticas de prensa, casi un tercio de la población nacional se muestra entre contradictora y escéptica de las negociaciones Santos- Farc.  
La desazón es natural: existen razones objetivas e históricas para creer que no habrá trato. Sin embargo, lo inadmisible es que haya motivaciones políticas y electorales para hinchar en contra del proceso que debería convertir a las Farc en un partido político. Hay todo un movimiento de ajedrez político que busca repetir un jaque, pero esta vez sin estratagema oculta, sino de cara a la opinión pública. 
Por increíble que parezca, esta suerte de cruzada «anti-diálogos» tiene futuro. Así se lo explico a un amigo brasilero: liderar el fracaso de las negociaciones tiene un premio gordo: la presidencia. Y con ella el regreso de un régimen que privilegia la guerra y se inspira en la política inaugurada en los escombros de la torres gemelas por George W. Bush: la doctrina de la paranoia, del ataque preventivo, de la restricción del disenso y de las libertades en pro de la defensa, de la seguridad. Eso en clave colombiana es «seguridad democrática».
Sí. Ya escucho los gritos heridos, las maldiciones y los insultos: soy colombiano y entiendo que esto puede producir indignación y rabia. Sin embargo me pregunto hasta qué punto estos sentimientos tienen un asidero real, justificable y en dónde empieza la construcción social de esas emociones. Dicho de otra manera: cómo se aprende a odiar a las Farc. Hablando con vecinos, familiares, amigos he oído teorías exóticas como que «ellos (los de las Farc) nacieron malvados, son desalmados por naturaleza» hasta las más razonables que afirman que ellas «combaten al Estado, la legitimidad del establecimiento; la soberanía económica».
Si convenimos que esas impresiones anti-Farc merecen respeto (al fin y al cabo quienes las expresan lo hacen con toda honestidad) ¿por qué no concederles la misma gracia -el mismo respeto- a los colombianos que justifican su existencia? Lo que digo no es descabellado: los estudiosos del conflicto afirman que la no extinción del ejército creado por «Tirofijo» se debe a que tienen una base social importante.
 
No nos engañemos: este grupo insurgente cuenta con apoyo y respaldo civil. Siempre lo ha tenido y siempre lo tendrá. Y tanto los subversivos como su base social son colombianos y los segundos (los civiles) en un estado de derecho -como el que nominalmente tenemos- podrían expresar su simpatía política con las Farc. Al fin y al cabo el ser «políticamente in-correctos» no es causal de prisión. Incluso en Alemania, donde el tema es altamente sensible, declararse seguidor de Hitler no genera sanción punitiva. Privar de la libertad a alguien por pensar diferente en materia política – o peor aún: asesinarlo-  es fascismo y si se llega al extremo de la eliminación física es un crimen. Eso me enseñaron en la universidad.
Para el caso recuerdo la lapidación pública sufrida por el prelado del Valle cuándo abogó por la Majestad del Estado en la operación contra Alfonso Cano. Su llamado de atención merecería una investigación judicial (¡estamos hablando de la probidad del status quo!) y no meramente un ejercicio intelectual jurídico: el número uno de las Farc debió ser detenido, enjuiciado y -seguramente- condenado, no abatido cuando la asimetría de fuerzas era de 1000 a 1.
 
Lo que resulta significativo es la elección de enemigos que hizo la sociedad colombiana: poca -o casi nula-  animadversión para los narcotraficantes (incluso hasta telenovelas se le hacen y mucho me temo que existe ambigüedad en su condena), una ojeriza tibia hacia los paramilitares (que registran hechos tanto o más condenables que los de la violencia guerrillera) y toda la rabia hacia las Farc (otro filón de análisis es porqué el ELN no despierta tanto furor en contra).
No obstante ese odio exacerbado no fue siempre así: incluso durante varios gobiernos recientes (Barco, Gaviria, Samper) la agenda fue copada en la lucha y desmantelamiento de la mafia. Fue a partir de Pastrana y particularmente de Uribe que el obrar de esas fuerzas insurgentes tiene rango apocalíptico.
 La conclusión es que el odio y su intensidad también son construidos. Uno no nace odiando. A uno le enseñan a odiar. Y que ese capital (número de personas que comparten ese sentimiento) es aprovechado políticamente por una elite dirigente. Lo que resulta paradójico es que aceptándose eso, que los odios son elegidos y que se vierten contra personas que piensan y obran distinto, todavía no se asuma que la resolución de las diferencias, del conflicto, debe ser necesariamente por la vía política.
El panorama es complejo, difícil y la apuesta del actual gobierno es temeraria según las condiciones presentadas. Santos se juega su continuidad en el poder. Del otro lado las Farc también tienen razones para desconfiar: se saben impopulares y no olvidan el magnicidio de la UP.
 
Por eso creo que la clave de todo está en la paciencia. En los avances lentos, pero ciertos. El afán y la prisa son exigidos por quienes resultan beneficiados con la guerra (como aconteció en EE.UU respecto a Vietnam). Y finalmente, es inevitable, las dos partes deberán creer. Acreditar en el proceso y creer en la contraparte. Esa confianza también debe ser construida y respaldada por la gente. Para el caso medite estas preguntas amigo/a colombiano/a: ¿en qué me ayuda mi odio? ¿Qué sociedad quiero? y ¿cómo puedo contribuir a que esto termine bien?  

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