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Siempre me han interesado los dictadores. Sus contradicciones, sus deseos, su autoritarismo y el inevitable debacle de sus regímenes me parecen fascinantes. En el fondo, hay algo poético en verlos abrazar el trono robado con sus ancianas manos mientras dan bocanadas de aire seco y gritan las últimas palabras de un hombre viejo que, incluso ante la muerte, miente.

La razón de su mentira es que los dictadores son en extremo idealistas. Por supuesto, el idealismo no los hace inmunes a las artimañas político-económicas en beneficio propio. De hecho es la ensoñación la que los acerca a toda clase de deformación.

Mas, lo que digo es que a diferencia de un simple gobernante –que aprecia el poder, el lobby y los negocios– los dictadores aprecian el amor. Sí, el amor. El amor de un pueblo enceguecido y atemorizado que alienta sus ínfulas de mesías.

Y ese era Fidel.

A muchos les gusta reducir al dirigente de la Revolución cubana a un simple tirano y loco que empobreció a su gente. A mí, sin embargo, me gusta pensar en su enorme complejidad; en la de él y en la de Cuba.

Me pregunto, por ejemplo, si Fidel entendió en algún momento que vencer a Batista, recibir el apoyo de algunos de los intelectuales y artistas de la época, hablar elocuentemente y volverse una piedra en el zapato para Estados Unidos ya no era suficiente.  Me pregunto si algún día se miró en el espejo y vio en él a un dictador. Si recordó, por un instante, que su lucha contra la opresión de Batista era una lucha por la libertad. La misma libertad que con los años anuló. Me pregunto, por ejemplo, que tenía que ver la desaparición, tortura y asesinato de homosexuales con la Revolución.

Alguien que me diga por favor en qué momento la revolución del pueblo se volvió en la famosa: “con la Revolución todo, contra la Revolución nada”. Porque me pregunto, quizás con una terquedad asfixiante, ¿quién era él para decidirlo?, ¿no era su amado pueblo el que debía dar el visto bueno?

Me pregunto… y todavía no resuelvo nada sobre cuál es el punto de no retorno entre el rebelde con causa y el autócrata aterrorizado de su gente.

Naturalmente tengo un esbozo de respuesta y es que los hombres como Fidel bifurcan tanto la historia del mundo, la transforman de tal forma que no confían en los sucesores.

Seguro él pensaba: ¿cómo entregar la Revolución a otros si tanto había costado?, ¿cómo exponerse a la intervención estadounidense si tan bien la habían detenido?, ¿cómo abrir paso a la oposición si la Revolución es lo que la gente quiso?..

Y así, sucesivamente, la fe en la causa se volvió en una fe solitaria y trágica, en la que el dictador atado a sí mismo, amurallado en sus aposentos, se repite los ideales para no olvidarlos en el Alzheimer que producen los eternos años de su mandato. El dictador cierra la puerta con llave mientras los complacidos militares lo resguardan, y tapona sus oídos con cera para no escuchar los murmullos doloridos de las paredes que le dicen que ha llegado la hora de marcharse.

Pero NO, el dictador no se marcha porque él es el mesías y su pueblo lo necesita, incluso aunque no lo sepa. De nuevo, la tremenda ironía es su fatal recelo hacia la población que creyó en sus sueños.

Porque un dictador, primordialmente, es eso: un vendedor de sueños. Y no desprecio la capacidad redentora, rebelde, creadora de esos sueños que con frecuencia contienen intenciones nobles (en un inicio). Lo que desprecio es la ceguedad, el narcisismo total de estos sujetos que se creen únicos e irremplazables, que no creen en la caducidad del tiempo ni en los hechos y que, sobre todo, subestiman el valor del grito y de la manifestación.

Lo subestiman porque el dictador se basta a sí mismo, porque con su hechizo romantiza naciones y las envuelve en un manto de ideas bellas. Ideas que seguro vale la pena pensar, pero colectivamente y no desde el apabullamiento del silencio.

Fidel, el hombre que romantizó una isla, fue siempre grande, pero, como muchos de los grandes, se enceró los oídos, cerró la puerta con llave, enmaderó las ventanas, se pegó los ojos con lagañas y dejó un hueco en la pared para lanzar balas a quienes quisieran alcanzarlo.

¡Ahh! y aun ante tanta ingratitud, el pueblo cubano le respondió romántico y hermoso, pregonó sus ideas y todavía alumbra tenuemente cuando dice su nombre.

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Algo he aprendido del Periodismo y de la Literatura y es que no son profesiones, oficios o prácticas, son vocaciones ligadas a un amor inmenso por la sociedad y, sobretodo, por las historias. El periodista entrega su vida a las letras, igual que el literato. El primero, es un intermediario de los tantos muchas veces silenciados, y el segundo es un ladrón de realidades. Por mi parte, como estudiante de ambas, me declaro una eterna enamorada de este estilo de vida, y desde ya prometo entregarlo todo a la curiosidad y a la búsqueda de relatos.

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