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Señor Presidente de Venezuela,

No le escribo para recriminarle sus palabras insultantes y sucias hacia el presidente colombiano, Álvaro Uribe Vélez, y hacia nuestro país; ni para pedirle que ese mismo Álvaro Uribe o el presidente electo, Juan Manuel Santos, sean de su agrado; ni para que, de un día para otro, decida tener realmente en cuenta la situación interna de un «país hermano», como usted lo llama; ni para decirle cómo dirigirse a su propio pueblo, que hoy está bajo unas condiciones peores que nunca.

Le escribo, sí, aferrándome a la esperanza de que usted, como ser humano que es, conserve un mínimo de esas condiciones tan esenciales a la humanidad, esas como la compasión y la misericordia, para pedirle que revise internamente sus actos teniendo en cuenta unas consecuencias que, muy probablemente, usted no ha visto directamente, o no ha querido ver.

Quiero contarle que, así usted se empeñe en negar que lo hace y no piense aceptarlo jamás, por más que le cueste su vida -aunque no lo creo porque varias muestras ha dado ya de su cobardía-, cuando usted recibe y protege a integrantes de la hoy antigua guerrilla colombiana de las FARC no está desafiando ni atacando al Presidente Uribe como persona ni a su gobierno y, ni siquiera, al propio estado colombiano… Está, eso sí, garantizándole una muerte lenta y dolorosa al pueblo colombiano, a la gente del común, al campesino, a esos por los que usted dice luchar, a los indefensos que necesitan de la ayuda que puede proporcionarles el poder que los individuos les otorgan a los gobiernos para que los encaminen, los organicen y luchen por su bien.

Cuando usted abre las invisibles puertas de la geografía venezolana a esos hombres armados e insensibilizados frente al dolor, a esos hombres ávidos de sangre que han olvidado su humanidad en nombre de un ideal que ya no existe y del que se ha apoderado el narcotráfico, lo que hace es contribuir con el desangre del campo colombiano, de Colombia como pueblo.

¿Es realmente eso lo que quiere? La respuesta es solo para que se la dé a usted mismo.

Sé que Venezuela como país latinoamericano, en muchos aspectos tan parecido a Colombia, comparte algunas de nuestras realidades como nación y como pueblo. Pero lo que no comparte, ni ha compartido nunca, es esa realidad tan única y sangrienta que casi siempre aparece pintada de ficción, esa de convivir desde hace más de cuarenta años con una guerra interna que todos los días destruye vidas y mancha las tierras de sangre.

¿Sabe usted que hay muchos que hoy no nos acordamos de una Colombia sin guerrilla? ¿Sabe que hay millones de niños que no han pisado un mundo en el que exista una Colombia sin guerrilla? ¿Es consciente de que, por más que parezca imposible, nos hemos acostumbrado a oír, leer y ver noticias sobre masacres, asesinatos y secuestros de otros colombianos menos afortunados que nosotros -hasta que un día nos toque el turno? ¿Sabe que hemos tenido que llorar en silencio e impotentes cuando nos enteramos de que unos colombianos jugaron fútbol con la cabeza de un campesino frente a un pueblo atónito que acababa de presenciar la masacre de casi todos sus integrantes?

Señor Hugo Chávez, esto va más allá de cualquier gobernante, de las ansias de poder de gobiernos y personas, de los proyectos políticos y las visiones del mundo de los líderes…Estamos hablando de vidas humanas que parecen haber perdido su valor; de seres que nacieron sin escoger en dónde y que han tratado de sobrevivir en unos campos hostiles que parecen ensañados en desplazarlos, eso cuando no les arrebatan sus vidas.

Es sangre lo que corre por el campo colombiano. La guerrilla -y los paramilitares por igual-, así algunas personas y organizaciones de países lejanos y de realidades tan diferentes como la de Dinamarca no lo sepan o no quieran aceptarlo, no es un grupo que persigue un ideal ni que lucha por el bien del pueblo; es una masa confusa de seres que, en algunas ocasiones, no encontraron otra opción, o no lucharon lo suficiente para buscarla, y que hoy se han despojado de su humanidad convirtiéndose en monstruos sanguinarios que acaban con todo lo que está a su paso para no perder el control de las tierras del campo colombiano y para continuar enriqueciéndose por medio de ese negocio asesino que es el narcotráfico.

Le decía entonces, señor Hugo Chávez, que al albergar usted a los integrantes de estos grupos ilegales contra los que tanto ha luchado el pueblo colombiano, lo que hace es sumarle dígitos a esa desproporcionada suma de mutilados, masacrados, desplazados y pobres.

Es que, en su país no pasa, pero aquí en Colombia es posible que un niño campesino salga una mañana a trabajar -sí, a trabajar- y dé, inocentemente, un paso equivocado, ese que se convertirá en el fin de su vida o en la destrucción de una parte de su cuerpo: puede pisar una mina antipersonal y explotar en pedazos enrojeciendo más esas tierras ahogadas por las que corre más sangre que agua.

También es posible que cualquier día sea el último para una población entera. Aquí los campesinos saben que pueden levantarse y ver el sol llegar acompañado de hombres armados y vacíos de compasión; hombres convertidos en bestias que los sacarán de sus casas y arrastrarán a las mujeres mientras los niños lloran y los padres son fusilados; hombres que no temen recordar que acabaron con una población entera porque han perdido ese control que da la memoria.

Señor Chávez, si es usted tan luchador y tan entregado a la causa del pueblo, le digo que tiene hoy en sus manos la oportunidad de jugar un papel clave y pasar a la historia como aquel que contribuyó a ponerle fin para siempre al conflicto armado colombiano. Si alguno de los ejemplos que le he mencionado mueve algo en su interior, no tema dar un paso hacia el cambio -ese paso que solo saben dar los valientes, los que son capaces de reconocer que se han equivocado- y retire su apoyo a la guerrilla colombiana, expúlsela de su territorio y ayúdenos a acorralarla.

Puede usted convertirse en un apoyo esencial a esta nación hermana para que por sus tierras vuelva a correr agua y, con el paso del tiempo, se vaya borrando la sangre; para que los campesinos puedan levantarse tranquilos y trabajar sin temerle a la tierra; para que los niños colombianos no crezcan oyendo cifras de muertos e historias de masacres, sino que se conviertan en hombres y mujeres de bien que quieran luchar por sus naciones y por el respeto a la vida; para que colombianos, venezolanos y latinoamericanos podamos vivir algún día en paz.

Se lo suplico, señor Hugo Chávez, no contribuya más a que Colombia se siga desangrando.

Catalina Franco Restrepo.

www.catalinafrancor.com

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