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El odio, como la mayoría de las emociones o intereses feos del ser humano (por ejemplo, las noticias amarillistas), se esparce fácil. Sobre todo entre la ignorancia. El ser humano tiende a tomar lo que pueda para rellenar sus propios vacíos y lo encuentra mucho más fácil cuando debilita a otros en el intento.

Lo vemos hoy en la polarización en Colombia y en el mundo, en donde tantas personas que no se conocen se odian demasiado fácilmente y se pelean con una violencia que, a pesar de estar en ese espacio invisible que es internet, casi se puede tocar. Una violencia que se siente, sin duda. Y que transforma valores y acciones de personas más rápido y de manera más preocupante de lo que nos podemos imaginar.

Ahora que Mark Zuckerberg, líder de Facebook, está en boca de tantos por sus declaraciones ante el Congreso de Estados Unidos debido a la falta de cuidado que ha tenido la red social más poderosa del mundo con la privacidad, sería importante volver a hablar no solo del papel que ha tenido en la difusión de noticias e información falsas, sino también en la incitación de odio que, esa sí, no se queda en el terreno de lo invisible.

El odio, como decía, se esparce fácil, y tiene consecuencias desastrosas para todos nosotros como sociedad. Nos convierte en lo más obvio que puede resultar de la combinación de esas palabras: en una sociedad que gira en torno al odio.

Un ejemplo escalofriante es el de la situación actual de la comunidad Rohingya en Myanmar. Muchos seguramente no tienen idea de lo que estoy hablando ni habían oído la palabra Rohingya en su vida ni podrían ubicar a Myanmar en el mapa o saber que se trata de la antigua Birmania (no es un juicio, sino la forma como funcionamos). Para dar un mínimo contexto, si es que es posible resumir la tragedia ajena, los Rohingya son una minoría musulmana que vive en Myanmar (país de mayoría budista) desde hace muchísimo tiempo, bajo unas condiciones inaceptables e inhumanas de discriminación desde lo social y lo legal. Desde agosto pasado el asunto se puso peor y el ejército birmano, ante el silencio cómplice de la Nóbel de Paz Aung San Suu Kyi, empezó a violar y matar a miles de Rohingyas con las consecuencias más dolorosas y más graves posibles: alrededor de 10.000 Rohingyas han sido asesinados y 700.000 (la mayoría niños) han tenido que dejarlo todo y cruzar la selva (muchas veces descalzos y sin comida) para atravesar la frontera con Bangladesh, en donde hoy habitan el campo de refugiados más grande del mundo (que antes era un bosque y hoy no le queda un árbol) y esperan impotentes la llegada de los monzones. Solo quedan 500.000 Rohingyas en Myanmar (es decir, menos de la mitad de la población de esta comunidad, cuyo hogar legítimo es –o era– ese país), que siguen viviendo esta persecución y de los cuales 120.000 están encarcelados.

Estamos demasiado acostumbrados ya a oír números de tragedias internacionales anónimas. Pero toca hacer la tarea humana de agarrar el corazón para pensar con él por un momento y entender las cifras un poquito más cerquita de la realidad: 700.000 personas tuvieron que huir de esa forma después de ver asesinadas a sus familias y de sufrir lo que nadie se puede imaginar. Eso equivale a un quinto de la población de Medellín o a la población completa de Atenas. Y cada una de esas personas, cada número del 1 al 700.000, es como tu mamá o tu hijo o tu esposo. Es como tú. Todos son seres humanos y son –o eran– el mundo para alguien más.

¿Y qué tiene que ver eso con Facebook? Que tanto los habitantes de Myanmar como quienes han seguido la situación desde hace años (porque la segregación viene desde los años 70), explican que la campaña de odio contra los Rohingya, iniciada en Facebook por líderes budistas nacionalistas y xenófobos, y seguida y multiplicada como la roya por la sociedad, tantas veces desinformada y necesitada de algo por lo que pelear, de algún espacio que defender, ha sido clave en la pesadilla que está viviendo hoy esta comunidad, que muchos califican de genocidio.

Tengamos un poquito más de cuidado y pensemos un poquito mejor antes de actuar con odio o de compartirlo. Un simple mensaje en una red social puede desatar emociones con consecuencias nefastas en otras personas con otras circunstancias. No creo que eso sea mucho pedirnos como seres humanos.

 

@catalinafrancor

www.catalinafrancor.com

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PERFIL
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Catalina Franco Restrepo es periodista colombiana, Magíster en Relaciones Internacionales y Comunicación de la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado en medios de comunicación como CNN y W Radio, en grupos editoriales como el Taller de Edición y liderando las comunicaciones corporativas de reconocidas empresas. Ha vivido en Montreal, Atlanta y Madrid, y ha viajado por 47 países persiguiendo su sueño de conocer y entender mejor el mundo y la humanidad, y llenándose de inspiración para contar historias. Además de este blog en EL TIEMPO, tiene uno personal que se llama OjosdelAlma, un canal de viajes en YouTube y es columnista de la revista Cronopio. En 2018 publicó su primera novela, El valle de nadie, que actualmente está disponible en Amazon en ediciones impresa y digital. Es, sobretodo, una amante de la humanidad, la naturaleza y los animales, y su sueño es hablar sobre ese amor, con su respectivo dolor, a través de la escritura.

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2 Comentarios
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  1. Empecemos por casa. Dinos, sabia Catalina, si no es odio lo que sienten los terroristas cuando bombardean una población humilde, sin conocer a sus gentes, y ¿Por qué las facilitadoras de paz afirman que cuando esas víctimas claman justicia es porque están llenas de odio y rencor?

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