Cómo pesa la muerte o la idea de la muerte. Tanto, que en torno a ella desarrollamos la vida. Pesa muchísimo pero es un instante al final. Se le huye y se la desea. La muerte puede llegar o se puede decidir, cuando pesa más todo lo demás. Pero, pienso yo, cuando intento suavizar la vida, que si tanto pesa algo que toma un instante y que se puede escoger, tal vez lo demás sea mucho más ligero de lo que creemos. Todo eso que nos ocupa probablemente sea humo.
Hace poco rescaté un pájaro que se dio contra una vidriera. Se oyó un ruido fuerte y corrí al encuentro de una bolita emplumada y vulnerable, que luchaba en el suelo con los ojos entrecerrados, el pico abierto y las plumas en desorden. Todo pesaba en esa espera mientras su corazón y el mío latían hasta casi sonar. Solo cuando sus patas me apretaron los dedos supe que volvería a volar, que había ganado la vida.
Pensé en cuántas aves se chocarán diariamente contra las ventanas en el mundo. Y cuántas de ellas se quedarán ahí, tendidas en el suelo hasta parar de respirar. Me afligía particularmente eso de ir volando a todo dar y darse contra el universo para caer en picada. Sucede tantas veces… También pensé, al ver volar a una soledad –un barranquero–, exhibiendo el azul brillante de su corona, en la impresión que produciría ver los colores y formas exóticos de su cuerpo derrotados en el piso. El pajarito que había salvado era pequeño y gris. ¿Cómo se mide la vida? ¿Qué nos han enseñado? ¿Qué hemos aprendido?
A veces la vulnerabilidad se atraviesa de diversas maneras para que la contemplemos. También ese día recibí una foto de mi abuela acostada bocarriba en una cama sosteniendo una jirafa de peluche con los brazos levantados y mirándola con una sonrisa. No sé por qué me sorprendió tanto a mí, que he dormido abrazada a peluches cuando he vivido sola en otros países. Tal vez haya sido precisamente eso, reconocer en ella, a sus casi 89 años, la necesidad del abrazo cuando hay un poco más de soledad, y la capacidad de hallar sosiego en lo que nos enternece. En la vida hay que inventar para construir felicidad.
Me dijo mi mamá que le daría un peluche de los que ella con tanto amor nos había regalado cuando éramos niñas, porque ahora la niña era ella. Y me contó también que en un momento en que se sintió mal mi abuela había dicho que se quería morir. Pues claro, le dije yo. Que no lo sintiera ella por momentos a sus casi 89 años, y en medio de la extrañeza de una pandemia que no tiene por qué entender, sería una verdadera barbaridad. Lo sentimos todos a veces, aunque en el fondo ese deseo no pueda estar más lejos de la realidad. Qué viva el derecho al cansancio, que es también el que posibilita el hecho de que, casi siempre, sea pasajero. “No soy más que otra imposibilidad”, dice Jessica Andrews en Agua salada.
A mis 35 años he comprendido lo importante que es romperse. Romperse de verdad. Romperse para repensarse y simplificar para reorganizar los pedazos que se han dispersado, y no dejar pasar la vida en el vacío y la automaticidad, para volver a abrazar un oso de peluche con fuerza y sin vergüenza, y para invertir el tiempo necesario en salvar un pájaro que ha caído. “Nuestras vidas eran fáciles de llevar, porque cabían en una mochila”, escribió hace poco en un relato el escritor Santiago Roncagliolo. Al romperse fuerte, en la mochila se meten solo los pedazos que hay que rescatar.
Pienso en mi abuela y no dejo de mirar a una mariposa que choca una y otra vez contra el vidrio, intentando salir, pero sin dejarse alcanzar. Entonces la llamo, a mi abuela, y me cuenta que ahora está tranquila porque han cortado un árbol grande que veía por su balcón y que la atormentaba porque sentía que era viejo y que en cualquier momento le podía caer encima y matarla –así que verdaderamente no desea morir–, y yo no sé si alegrarme por su tranquilidad o sufrir por el viejo árbol que albergaba ardillas y pájaros y se mecía con el viento y no pretendía asustar a mi abuela y ahora se ha ido, en silencio, y debe estar en trozos sobre la tierra que lo alimentaba. El árbol no iba a caerle encima, así que me inclino por el dolor de su ausencia. Aunque me alegra que mi abuela duerma tranquila.
Y, bueno, dejando de lado las historias de mi abuela, debo decir también que hay otra persona que hacía parte de mi corazón y que se ha ido. No hay que decir su nombre, solo que era un corazón inmenso al que le pesaba demasiado lo demás y que optó por la muerte, que quizá era la única esperanza de aligerar su vida. No me tomaré el atrevimiento de ahondar en ello, solo dejaré aquí una mínima parte de mi dolor, de ese vacío que se ha instalado para siempre en un pedazo de mí. Que allá donde estés se te haga más liviano, aunque la vida nos pese un poco más a quienes te recordamos aquí. Me gusta pensar que te veo en los atardeceres y que estás en las cosas bonitas del universo. Saber que todo, incluso la muerte, es cuestión de un instante. Lo que nos ocupa es humo, no pesa nada.
«—¿Qué vamos a hacer después de este año? —Nada. No existe nada después de este año. Solo existe hoy», ponía Santiago Roncagliolo en ese mismo relato.
Nos queda hoy, que todavía es vida. No nos perdamos entre el humo ni lo confundamos con una pared. Quizás de eso se trate todo, de entender la ligereza y navegarla como hacen los pájaros entre las nubes sin miedo a chocar.
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