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Que uno no es simplemente un visitante en la naturaleza, sino parte de ella, y que la diferencia entre esas dos cosas es inmensa, concluye sabia y bellamente el cineasta Craig Foster en el maravilloso documental sudafricano Mi maestro el pulpo, en el que, a través de la historia de su improbable amistad con un pulpo, relata cómo ese acercamiento y el sentirse parte del mundo natural cambió radicalmente su sensibilidad y su mirada frente a todos los animales.

Ya proponía una imagen bastante diciente el gran J. M. Coetzee en su ‘Matadero de cristal’, preguntándose y describiendo lo que podría significar construir una estructura de cristal en medio de una comunidad, en donde la gente pudiera ver permanentemente cómo mataban a los animales que se comían. A veces hay que tener las cosas lo suficientemente cerca para sentirlas, como recordatorio de las conexiones invisibles.

Pienso yo que no conoce la verdadera riqueza aquel que no se ha acercado lo suficiente a la naturaleza, que no se ha sentido desbordado y maravillado por ella, como atravesado por algo incomprensible, radical y profundamente complejo de donde ha surgido toda inspiración –y posibilidad– para la vida. En mí ese sentimiento se ha intensificado durante la pandemia al estar rodeada de verde, de insectos, de vientos, lluvia y rayos de sol, hasta sentir que mi cuerpo y mi mente han desarrollado raíces que se conectan con el entorno, alimentándome de algo de lo que antes no era consciente.

Esas raíces que me recorren como venas me llenan de vida, pero duelen porque reciben golpes permanentes en forma de noticias sobre la destrucción de lo natural. Yo crecí en Colombia, dando por sentado el verde y el agua y los paisajes descomunales a pesar de ser un país de los mal llamados tercermundistas, incluso ‘en vía de desarrollo’, que es solo un eufemismo para identificarlo como nación pobre. Pobre por su dramático ciclo de dependencia, su subestimación de la educación y por ver al que tiene menos cosas por debajo y querer que estudie y viva y se divierta en otro lado.

Pero esa pobreza está envuelta en el oro verde de las montañas y las praderas, la transparencia de las aguas de los ríos y el azul de los mares, y la combinación improbable de los colores de los pájaros, las mariposas y las orquídeas, del mar y la selva y el mar y el desierto. Uno no se olvida nunca del verde tupido, profundo y abrumador de la selva colombiana. “El verde era atroz, hermoso, tantos tonos que era injusto llamarlos a todos por el mismo nombre”, dice Mariana Enríquez en Nuestra parte de noche.

La riqueza de la naturaleza no la puede crear el país más rico en oro amarillo o negro o en tecnología porque la naturaleza no la construye el hombre: ella lo envuelve, lo alberga, lo alimenta, le enseña, lo inspira, lo transforma y lo domina, así por momentos parezca al contrario. El oro es verde.

Colombia es entonces muy rica pero esa otra pobreza, tan relacionada con la subestimación de la educación, le tapa los ojos, como si todavía se tratara de los indígenas de hace más de quinientos años dispuestos a cambiar oro por espejos. A eso equivale permitir convertir ese suroeste antioqueño biodiverso y exuberante en un distrito minero destrozado, en una montaña de basura y contaminación en donde las únicas que respiren sean las máquinas, robándoles los colores y la vida a las especies maravillosas, indescriptibles e irremplazables que habitan allí, así como a los pueblos que por fin empiezan a comprender que no tienen que partir, que pueden ser parte de un desarrollo local sostenible para vivir en sus lugares de origen sin destruir su espíritu, sin traicionar la tierra y sin ponerle una trampa mortal a su futuro y al de las próximas generaciones.

Y eso es, también, permitir que construyan el Puerto de Tribugá en el hermosísimo, y nuevamente rico en lo vital, Chocó, destruyendo el equilibrio de esa selva tropical que es una de las regiones más biodiversas del mundo, un verdadero paraíso terrenal en donde se unen la selva y el mar, y a donde además llegan cada año las ballenas jorobadas a tener sus ballenatos, así como las tortugas marinas a desovar.

No se puede ser tan miope, tan inhumano y tan tonto. El desarrollo y el crecimiento no deben pretender ser infinitos, pues los recursos naturales, vitales para la supervivencia del ser humano, no lo son. No puede uno desprenderse así de la naturaleza, porque sería como arrancarse las venas.

Quiero confiar entonces en que este país no cambiará un paisaje verde atroz, desbordante de vida, riqueza, belleza y futuro por basureros, tierras arrasadas y aires irrespirables y regiones que más adelante cuenten en video la historia de la época en la que llegaban las ballenas y las tortugas, y de cuando los gallitos de roca se veían por montones entre los árboles y las montañas.

Quiero pensar que el conocimiento y el desarrollo evidenciarán la necesidad de honrar la riqueza de la vida por encima de la del papel y de poner el alma de Colombia en sus montañas, sus selvas, entre sus ríos, sus páramos y sus desiertos, y que todo eso será lo que cohesione la sociedad. No es avance, desarrollo ni crecimiento regalar la única riqueza sobre la que se puede construir en el largo plazo y de forma humana. Por una vez hay que creer en Colombia y no abandonar sus rincones maravillosos a la suerte de los que ponen el oro por encima de la vida.

Que no se mire la naturaleza desde fuera, como algo ajeno y lejano que no duele, como si no fueran las propias venas. Que jamás haya que mirar atrás con el dolor de lo irreversible para reconocer que el oro era verde.

#NoAlPuertoDeTribugá #SalvemosAlSuroeste

Aquí pueden firmar la petición para evitar la construcción del Puerto de Tribugá en Nuquí, Chocó, Colombia.

Aquí pueden firmar la petición para evitar la licencia ambiental de la minera en el suroeste antioqueño.

@catalinafrancor

www.catalinafrancor.com

 

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