Hay que tocar la ciudad. Anoche por fui a ver los alumbrados de Navidad que adornan una parte de las orillas del Río Medellín, unos de los más hermosos del mundo. Tal vez por falta de costumbre y por miedo a la calle, alguien que iba conmigo sugirió verlos desde el carro. Eso sería no vivirlos, no vivir. Así que nos bajamos y nos adentramos en la noche de la ciudad, caminando entre olor a comida, gente contenta y luces de todos los colores que formaban peces, barcos, arbustos de corazones y galletas mordidas, y escribían valores como la tolerancia, el perdón y el amor, en el cielo de una ciudad que se confiesa a sí misma que los necesita.
Caminando, llegamos hasta un show de agua, luces y música, y nos paramos a mirarlo en silencio, entre cientos de personas. De todos lados nos llegaba la voz de Andrea Bocelli, que cantaba “Por ti volaré”. Por un rato no nos dijimos nada. Mirábamos el agua y las luces bailar, pero también a un hombre que giraba una manivela con fuerza en su máquina de crispetas dulces, otro que caminaba con seis termos en la mano ofreciendo tinto, otro más que ofrecía cervezas micheladas innovadoras para no limitarse a la sal y el limón, otro apagando el fuego con la boca sin quemarse, otro paseando perritos de juguete que se rascaban las pulgas, una mujer con la piel arrugada arreglando paquetes de papitas con limón y sal, y hombres lanzando al cielo diferentes figuritas fluorescentes que se convertían por momentos en estrellas coloridas y cercanas entre cientos de manos levantadas que sostenían luces blancas para grabar ese momento por siempre.
Eso somos. Eran las 9:30 de la noche. ¿Somos malos o violentos? Tal vez algunos, pero son la excepción. Aquí lo único que había era una ciudad viva, llena de personas incansables inventando sus días a punta de tinto, crispetas, luces, juguetes y cerveza, con una creatividad y una energía difíciles de imaginar.
Gente que se toca y se mira en la calle, cada uno en su propia lucha, pero no contra los demás.
Y esta noche todo volverá a pasar.
Volaré.
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