Me la imaginé de regreso a casa sentada en el bus, en silencio, sola, cansada y sintiéndose vieja, enferma.
Sentía dolor en la cabeza, el cuello y los brazos, pero tenía la obligación de llegar a la casa a seguir y la tarea sin alternativa de volverse a levantar al otro día, con el mismo cansancio y el mismo dolor, para viajar nuevamente en ese bus, sola y en silencio, hacia otra casa esencialmente distinta a la suya, a recorrer esquinas empolvadas y desaparecer desórdenes ajenos.
– Y sabe que si para de hacerlo, si no puede más, si renuncia a esa rutina, no come –me respondió mi esposo cuando le dije que me dolía su cansancio, minutos después de que ella se fuera al final de esa tarde.
Una mujer de unos 65 años, que cada día, seis veces a la semana, va a una casa distinta a hacer el aseo, cocinar, lavar la ropa.
Esa mañana ella me contó que el sábado anterior había pensado que se iba a morir. Que le había dado un ardor muy raro en la parte de atrás de la cabeza y que le dolía el brazo, que se sentía rara.
– Pero qué más me va a pasar a mí, después de todo lo que me ha pasado en la vida –me dijo.
– Es urgente ir a donde un médico. Eso hay que hacerlo revisar –le insistí, impotente.
– ¿Para qué? Se va uno hasta por allá lejos, paga pasajes, puede llegar muriéndose y lo dejan esperando horas, y cuando lo atienden le recetan acetaminofén. Yo mejor no voy. Para qué.
Eso me dijo y qué más le iba a decir yo. Entonces sigue así, esperando, gastándose el cansancio cada día, viajando en silencio, esperando.
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