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Es un mundo loco el mundo de hoy.

Parece que, después de la euforia de la globalización, en donde se quisieron borrar los aspectos que parecían más convenientes –al menos para algunos– de las fronteras, y pensamos que los lazos comerciales y la interdependencia económica podrían ayudarnos a no seguirnos matando y a no despertar una tercera guerra mundial, hoy nos damos cuenta de que acercándonos y caminando por las mismas calles también nos matamos, de que la idea de que somos todos seres humanos y vivimos en el mismo planeta es simplemente una idea, porque necesitamos muros para no estremecernos hasta la locura con las particularidades de los que percibimos como diferentes.

Parece que no lo logramos, ni separados ni juntos.

Parece que alabamos las riquezas culturales, la literatura y los viajes, que nos maravillamos con las historias de lugares y personajes lejanos, que nos gusta lo exótico en televisión o por un ratico, pero no soportamos esa riqueza diversa cuando nos la ponen en la puerta de en frente para verla todos los días.

Todo eso lo parece, no tanto por los actos demenciales de unos cuantos que son la excepción y que han optado por la violencia física para creer que defienden ciertos ideales, como por lo absurdo de que hoy podamos decir como si fuera normal, y aunque vaya a perder, que Donald Trump es candidato a la presidencia de Estados Unidos, defendiendo ideas como la de un muro que los separe de México, como prohibir la entrada a ese país de mil seiscientos millones de personas que pertenecen a la religión musulmana, y como calificar de ladrones y violadores a los inmigrantes, entre otras imbecilidades.

Lo absurdo, también, de que solo algunos tengan un pedacito de mundo en el cual sentirse tranquilos y protegidos de esta locura porque los invaden las explosiones y las balas y en ningún lado quieren recibirlos; y de que, matanza tras matanza, pueda más el poder de una industria que el de los seres humanos que tratan de explicar por qué no se deben comprar pistolas como confites.

Lo absurdo de que estén en auge las posibilidades de gobiernos de extrema derecha en Europa y el famoso Brexit para que el Reino Unido deje de pertenecer a la Unión Europea, ideas en su mayoría apoyadas por aquellos cuyas vidas gobierna el miedo –amantes de los líderes cuya mayor arma es ese miedo de las gentes–, ultraconservadores, racistas y egoístas a los que nos les gusta ver más allá de sus narices, muchos de ellos que jamás han vivido ni sentido la emoción de la libertad que se respira en las ciudades y lugares en donde hace muchos años conviven razas, nacionalidades, religiones e ideas de lo más diversas.

Como lo decía John Carlin en su columna en El País esta semana, hablando de Londres, “Para los que habitamos la babélica metrópolis, orgullosamente regidos por un alcalde musulmán, Inglaterra es otro país. Es allá, no aquí, donde se encuentra el grueso de aquellos Brexiters cuyos votos en el referéndum del jueves amenazan con condenarme a mí y a los demás londinenses a dejar de ser miembros de la Unión Europea”. Y terminaba diciendo que, en caso de una victoria del Brexit, él trataría de conseguirse un pasaporte español.

Parece que la humanidad está hecha de miles de millones de pequeños muros entre personas: “every man for himself”. La intolerancia –y la maldita ignorancia- de tantos nos desmoronan a todos. Como un castillo de naipes funcionamos.

Hay muchas formas de matar. Y parece que, de una u otra manera, siempre nos terminamos matando.

Está loco este mundo, sí. Y para el largo plazo, si es que lo hay, nos queda no seguir enseñando lo mismo, no educar a los niños en el universo del pánico, sino en el de la humanidad, que es diversa.

@catalinafrancor

http://www.catalinafrancor.com/

 

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