Me he estado preguntando por el miedo –aunque no estoy tan segura de que sea miedo– a que tal vez se nos esté olvidando la otra vida, esa que me niego a llamar “vida normal” y que ya es pasado.
¿Se han dado cuenta de cómo nos acostumbramos –y desacostumbramos– a todo asombrosamente rápido? Tras sorprenderme a mí misma mirando desde el balcón concentrada y con extrañeza un avión que volaba, intentando definir su forma, pues parecía dirigirse a mí en medio de los cielos vacíos, hace un par de días soñé que estaba en un aeropuerto y me decían que no tenían forma de saber a qué horas saldría mi vuelo, que me fuera a esperar a alguna parte y que cuando supieran algo me avisarían. No eran tiempos de coronavirus en el sueño, simplemente me anunciaban que lo único que podía hacer era esperar, como si fuera la vida real.
Dos días después, soñé que estaba con mi esposo en un hotel grande, que pasábamos el día en una piscina y por la noche íbamos a un lugar en el que había muchas sillas y personas, y entonces conversábamos con ellas y nos reíamos. En un momento yo frenaba en seco, me quedaba en silencio y pensaba enloquecida en por qué estábamos allí rodeados de gente, en que habíamos tocado todo y a todos (teníamos tantos cuerpos cerquita), y en que nada de eso se podía deshacer. No entendía si se nos había olvidado lo que estaba pasando o si ya a nadie le importaba, pero el daño estaba hecho: éramos grupos de personas interactuando en la forma que una vez había sido normal.
Hasta los sueños adquieren hoy nuevos sentidos. Antes hubiera costado imaginar que una pesadilla estuviera hecha de viaje, descanso y risas. La actual espera obligada en medio de circunstancias que parecían imposibles es también una forma en que la vida nos repite más fuerte una lección sobre la impermanencia, la mutabilidad, la naturalidad del cambio constante y la necesidad de aceptar, adaptarnos e intentar crecer, en caso de haber aprendido algo.
“El verdadero dolor nos enmudece”, decía Rosa Montero en su última columna de ‘El País’. Tal vez por eso muchos expresan por estos días que no logran leer o escribir o crear. Se ha dado el mutismo de quien no se esperaba las consecuencias de su afán demencial. El verdadero dolor nos enmudece. Así, en silencio, me desperté el 24 de abril, pensando en los treinta años de la muerte de mi abuelito. Treinta años, cinco menos que toda mi vida, pero yo aún lo veo sentado en el piso enseñándome los nombres de los colores en inglés.
Impermanencia. Fugacidad, tanto en una vida como en lo que le sigue a su fin. Somos diminutos, se va todo en un respiro. No hay que correr ni desperdiciar ese parpadeo. Hoy sucede todo esto, nos pasa a quienes estamos vivos, quiere decir que es parte de nuestro afortunado parpadeo, lo único que tenemos. Y se irá así, en un respiro, también. Un día demasiado cercano hablaremos de ello en pasado. Si estamos vivos. Hoy estamos vivos.
Es una fortuna contemplar los segundos que permanece una abeja posada sobre una flor antes de volar a la siguiente. Hoy sonrío al oír las guacharacas, los pájaros y los grillos, me duelen la parte superior izquierda de la espalda y las personas que tienen hambre, pienso con temor en lo que resta del año y con esperanza en el rato de lectura de esta tarde. Hoy abro los ojos, veo colores y busco abejas sobre las flores. Estoy viva.
Por eso dice el filósofo: El ser humano, nacer no pide, vivir no sabe, morir no quiere.
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