Iba en el metro de Madrid, había decidido dejar mi libro a un lado durante ese trayecto para que mi mente descansara por unos instantes de las ideas y se sumergiera en la música a través de unos audífonos que me alejaban de todo eso que me rodeaba: del ruido de la gente, del paisaje conocido, del cansancio, del metro mismo.
La música me producía una sensación muy particular de estar en mi propio mundo, como encerrada en una burbuja que yo sentía casi físicamente. Pero no fui consciente de esto sino hasta que algo tocó esa burbuja y rompió la calma.
Iba sentada, sin oír ni ver, cuando sentí que algo perturbó mi estado; sin haber oído nada, algo me atrajo, me volteé a mirar a un señor que se había parado a mi lado y me di cuenta de que era uno de esos que perturbaban mi calma cada día, de esos que me dolían, uno de los que nos contaban a los pasajeros sus dificultades para pasar dignamente por la vida, siempre en busca de un poco de ayuda.
Era un señor de pelos blancos; no quise buscar nada en su mirada, ni siquiera recibir su mensaje. Apenas me di cuenta de que algo de ese mundo del que estaba alejada intentaba entrar en mí decidí cerrarle la puerta. Quería esa calma que había logrado por unos segundos más. Mi mente -y mi corazón- no estaban para recibir ideas ni sentimientos ni preocupaciones. Era suficiente con las que tenía guardadas, escondidas durante ese trayecto en metro.
Entonces entendí mi analogía: en ese momento yo representaba al mundo entero, a ese mundo que ni oye ni ve ni deja que su vida se interrumpa con los problemas de los demás, a esa humanidad inhumana e indiferente que pasa por el lado del hambre, la guerra, la pobreza y la enfermedad sin mirarlas y sin tropezarse con ellas.
Qué fácil es evadir miradas, no buscar nada en los ojos de los demás, no oír el ruido que puede perturbar nuestra calma.
Cada uno va por su camino. Es esa la indiferencia que nos ha llevado a donde estamos. Es esa la que ha dejado solos a los mismos de siempre.
Interesante el comentario. Me pregunto qué hizo después de darse cuenta. Creo que todos tenemos esos momentos en que nos cerramos por completo ante la necesidad ajena. Algunos lo hacen como modo de vida. Y a veces es comprensible y hasta necesario, dada la magnitud de los problemas que encontramos a nuestro alrededor y que no podríamos resolver aún con la mejor voluntad.
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