Claude Lelouch, un cineasta francés, hizo el video que presento arriba en agosto de 1976. Parece que fue andando en un Mercedes 450 SCL, pero el sonido es de un Ferrari 275 (vaya yo a saber qué carros son esos, lo oí en
que reproduce el paseito).
El video genera dos reacciones típicas: la primera es una emoción inimaginable, comparable a tirarse de la terraza de un segundo piso para ver si lo que le dijeron – «fresco, no le pasa nada»- era cierto o no (admito que yo casi lo hago una vez desde la terraza de mi apartamento en un tercer piso, pero me dio sustico). La segunda es de total indignación, comparable a ver el video de los policías que torturan a ese perro – no voy a poner el link porque ni soy capaz de verlo-.
Cuando yo veo el video, por mi historia de niño y adolescente de amar la velocidad y los carros (hasta me aguantaba las
seis horas de Tocancipá sin bostezar), reacciono de la primera manera. Cuando lo vuelvo a ver como persona que trabaja en transporte, comienzo a reaccionar de la segunda forma. Ese sentimiento híbrido ante ese video, ante un velocímetro a más de 200 km/h, y en general ante la velocidad como concepto real (el de ir en un carro a toda mecha) y abstracto (sí, el de Einstein, el de su
Paradoja de los Gemelos y todo eso) me ha motivado a crear una organización, sacar postales, hacer calcomanías y escribir este blog sobre el concepto de ir despacio y sus beneficios. También es una forma de terapia que, hasta cierto punto, me ha funcionado.
Pero no todo en la vida es perfecto, y mucho menos cuando los policías de tránsito necesitan plata para los regalos de navidad. Me explico: iba yo con mi esposa e hijos en nuestro flamante Jetta rojo (¡con 3.700 kms recorridos en 11 meses!), y cruzamos el puente de la Autopista con Calle 92 hacia el sur (
aquí). Después de esquivar todos los huecos que es posible insertar en un espacio tan diminuto, aceleré (sí, de la pura piedra, eso que uno dice «uyy, ¡cómo es posible que haya HUECOS en un PUENTE! permiso»). Llegando al semáforo de la Calle 82 (
aquí) me saludó amablemente un policía de tránsito con su guante blanco diciendo «sí, aquí, gran pendejo, oríllese» y ahí fue el unísono «aaayyy, por ir rápido».
Luego de una breve pausa donde sucedió lo típico (ventana abajo-pase-papeles-comparendo-firma-ventana arriba-putazo-acelere), me convertí una vez más en un orgulloso portador de una Orden de Comparendo Nacional por velocidad excesiva (como dijo el señor agente, «transitaba usted a 95 kilómetros por hora señor» y la vía está señalizada con 60 km/h). Acto seguido, Adriana pasó a revisar el precio, condiciones y proceso de pago y, en general, el breve lapso de tiempo en que uno se siente como
Sísifo en su condena hasta finalizar los trámites de pagar la fianza y participar en el
cursillo que dicta la ley.
En la susodicha Nochebuena, la Policía de Tránsito reportó 5.400 comparendos a los pendejos como yo. Perdón, a los conductores. Digo «reportó» porque al día siguiente un gran amigo de infancia (de hecho, el mismo que me dijo que no pasaba nada si me botaba de la terraza de mi casa) me contó otra historia:
Descorazonado por haber dejado a su nueva novia en el Viejo Aeropuerto Eldorado para que viajara a su natal Santiago de Cali, mi gran amigo (digamos que se llama Paco, para esconder su identidad por lo menos un poquito) estaba estrenando su BMW 330 subiendo por la Avenida El Dorado a una velocidad considerable y lo detuvo un agente de tránsito con la misma seña de «sí, pendejo, usted, oríllese». Pero la historia cambió ahí, y el proceso fue distinto en lo siguiente:
– Paco no iba a 95 km/h como yo sino a 185 km/h;
– Paco no se restringió a entregar papeles y firmar, sino que entró en un «debate filosófico» con el agente sobre la pertinencia del comparendo (y la mayor pertinencia de una cervecita cortesía de Paco al final de la larga jornada de trabajo);
– Paco no recibió un papelito azul, sino una amplia sonrisa de parte de su ex-verdugo y ahora gran amigo.
Con los pocos kilómetros que yo conduzco al año en mi flamante Jetta, creo que soy la persona con más comparendos por km recorrido del país… es decir, creo que si yo condujera los mismos kilómetros que ha conducido
este anónimo (clic), tendría muuuchos más de los 1.210 comparendos que él tiene y debería MUCHO más que los 300 millones de pesos que él (o ella, quién quita) le debe al Estado Colombiano por concepto de multas de tránsito. Estoy por pensar que la Policía de Tránsito me sigue con un radarcito para asignarme comparendos, a manera de venganza por todo lo que escribo en contra del gobierno sobre sus políticas chimbas de transporte. ¿Será? En cualquier caso, esta semana voy al curso pedagógico para que me hagan una reducción del precio del comparendo, así me tenga que aguantar dos horas de cháchara – por lo menos de ahí saldrá un post para este blog-.
Ahora, yo sé que ya dije en
uno de mis primeros posts que no deberíamos culpar al gobierno por lo que hacemos en la vía, y sigo siendo de esa opinión. Pero sí hay que reflexionar sobre la efectividad de la fiscalización (
enforcement) de la velocidad excesiva a través de multas. Es una discusión que he tenido con un profesor de Los Andes. Él me dice que sí sirven, pero hay estudios publicados que dicen lo contrario. Tres ejemplos:
– Los
holandeses dicen que las multas por sí solas no sirven mucho, pero que sí sirven cuando se combinan con otras medidas (más sobre eso abajo);
– En
Oregon dicen que la gente reduce la velocidad más por saber que están en una zona escolar que si les advierten que les van a poner una multa;
– Un
estudio contratado por la Unión Europea dice que, para reducir realmente los accidentes y la velocidad excesiva en la vía, hay que hacer cuatro cosas (en ese orden):
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