No soy el primero (ni seré el último) en escribir sobre el maravilloso jardín elevado que hay en Nueva York desde 2009 llamado el High Line (la Línea Alta). Porque es un lugar totalmente improbable y casi fantástico: es, literalmente, un jardín entre edificios, construido sobre una línea férrea abandonada que alguna vez transportó bienes desde y hacia sitios importantes de Manhattan. Es uno de esos lugares rescatados de la burocracia inútil y por la ciudadanía. Un modelo de cómo una ciudad y sus ciudadanos pueden crear algo hermoso a partir de un montón de hierro que se había quedado abandonado. Para los bogotanos, es como si, de repente, un día nos invitaran a pescar al Río Bogotá y que efectivamente salieran peces y no lagartos radiactivos.
Todo el mundo aclama el High Line. Tripadvisor, National Geographic, el Departamento de Parques de Nueva York, los Amigos del HighLine, y hasta el New York Times que lo describió como «Disney World en el Hudson». Cuando yo lo conocí no pude creer que esa ciudad, donde ya había pasado todo y no faltaba nada por pasar, de pronto salió algo que nadie se esperaba, a lo que todos se habían opuesto y que pocos creían que iba a ser posible.
El High Line es una demostración de un esfuerzo ciudadano de varios años. La línea férrea fue concebida en 1927 para resolver problemas de tráfico y comenzó su construcción en 1931 para ser inaugurada en 1934 después de unas pruebas el año anterior. Los trenes corrieron por la línea elevada hasta 1980 (el último tren llevaba unos pavos congelados, o eso dicen).
Pero lo más interesante comenzó en 1984 cuando un grupo de personas compraron la infraestructura por diez dólares (veinte mil pesos), y luego les prohibieron la compra, demolieron una parte de la infraestructura y queda todo ahí, medio muerto. Todo parecía perdido, hasta que en 1999 un par de tipos que ahora son archifamosos (Robert Hammond y Joshua David) les dio por meterse en la loca idea de hacer del High Line un parquecito elevado.
La historia que sigue es fascinante, desde la oposición de tooodos los vecinos («nos van a armar aquí es un zaperoco») hasta la del fotógrafo que pidió un año entero para tomarle fotos al High Line para registrar toda la flora que había durante las diferentes estaciones (y sí, le dieron un año entero para tomar fotos)…. si no fueran tan caros los derechos por reproducir todas esas fotos, las pondría todas en este post. Por lo pronto, péguense la búsqueda en Google y verán la belleza.
Yo fui al High Line en 2009 cuando acababa de inaugurarse la primera parte. Con tanta viajadera que me ha tocado dar por todo el mundo, tengo que admitir que sorprenderme es un poco más difícil que a cualquier otro, pero este sitio es tan increíble que volví tres veces más y cada vez me dejaba más feliz ver que algo así fuese posible. Creo que está a la misma talla del Templo de Marmol de Bangkok, la Ciudad Prohibida de Beijing y hasta el Nido del Tigre en Bután (al que hay que llegar después de una hora en caballo y otra hora a pata pelá, sin contar los dos días de vuelos y la inconmensurable complejidad para conseguir la visa, el pasaje y el hotel).
Lo que más me impresiona del High Line es que representa una historia de personas motivadas que lo único que tenían eran ganas de trabajar y de hacer realidad algo que se veía imposible. Como cuando uno llega a la Muralla China y cae en cuenta que eso fue producto de una frase de un Emperador megalómano que dijo «vamos a hacer una muralla que se va a ver desde el espacio, no joda» y… carajo, la hicieron! Y aquí, en nuestras ciudades, nos contentamos con que pusieron semáforos con luces LED y que inauguraron un cochino puente. Les falta sacar anuncio en primera plana por peatonalizar siete cuadras del centro de Bogotá con materas grafiteadas. No estamos es en nada, es lo que le digo.
¿Por qué no podemos hacer proyectos que nos hagan desmayar de la manía (cuando los proponemos), del susto (cuando nos los aprueban) y de la emoción (cuando los inauguramos)? ¿Por qué nos tenemos que contentar con logros ínfimos, como cuando Gmail nos felicita por tener la bandeja de entrada vacía? Y, ¿por qué, porquería de sociedad, tenemos que sentirnos bien con que alguien ponga «me gusta» en una frase de dos líneas en nuestra estado de Feisbuc? Atrás quedaron los días en que James Joyce encontraba errores en la Primera Edición de Ulises y pedía que se corrigieran, porque ahora solo nos queda tiempo para tratar de redactar bien 140 caracteres para conseguir el retuit. Y en lo terrenal, si nuestras Grandes Obras van a ser un puente vehicular donde ni siquiera los peatones pueden cruzar de manera segura y a los ciclistas les toca dibujar sus propias ciclorrutas para tratar de resolver su condición infame, no vamos a llegar a ningún Pereira.
Tenemos que inventarnos proyectos maravillosos en los que invirtamos cuarenta años de nuestra vida hasta que los podamos terminar y decir «listo, a dormir ahora sí». Hay que tener la actitud de Gaudi cuando le preguntaron cuándo iba a terminar la Sagrada Familia (algo así como «no se puede esperar que una obra maestra termine antes de que muera su creador»), y tener la actitud de Oscar Niemeyer cuando le preguntaron por qué seguía trabajando después de los 100 años («porque alguien en esta casa tiene que pagar las cuentas»).
Porque, si uno se pone a pensar, cuando tengamos cien años y nos pregunten qué fue lo que hicimos, podemos decir que hicimos un HighLine, o podemos también decir que un día escribimos un tuit que sacó cien retuits y treinta fóyogüers. Uno es el que elige, pero al final las cosas son como dijo Kundera cuando hablaba de «la gran inmortalidad, que significa el recuerdo del hombre en la mente de aquellos a quienes no conoció personalmente». Eso es lo que tenemos que lograr para que la muerte no nos aceche por las noches.
(gracias al usuario de twitter que me escribió para acordarme del High Line y por sugerir que escribiera un post sobre eso, no lo encuentro entre tantos segmentos de 140 palabras…)
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