Cualquiera diría que no hay algo más inaudito que el enigma del vuelo perdido de Malaysian Airlines (cada día menos enigmático) o el autor de las Líneas de Nazca (cada día más enigmático). Incluso dirían que no hay algo más paradójico y difícil de comprobar que la aparición del fantasma de un tío en la sala de la casa. Yo quiero argumentar que sí hay algo más inaudito, enigmático y difícil de comprobar que todas esas cosas: en Bogotá, la gente se ríe cuando cruza una calle de manera imprudente y esa risa se contagia entre quienes lo hacen.
Las calles de las ciudades no deberían estar hechas para que este tipo de cosas sucedan. Deberían ser tan seguras que un niño pudiera cruzarlas persiguiendo una pelota. Pero no, las calles de las ciudades se han diseñado para que, por definición, sea imposible pensar en ellas como algo seguro. Cruzar una calle es algo digno de persignarse, incluso para los más ateos y agnósticos. De ahí que, en nuestra inhóspita ciudad se haya creado esa conducta aberrante de reír cuando cruzan la calle.
Yo he realizado extensas observaciones en los cruces más peligrosos de esta horrible y maligna ciudad donde solo habitan perros, ratas y algunos seres humanos. He visto cómo hay una relación directamente proporcional entre el nivel de peligro del cruce de una calle y el volumen de la risa de quien está realizando el cruce. El fenómeno es tan difícil de capturar fotográficamente que ni siquiera lo he logrado escondido detrás de un poste (y eso que soy bien flaco) ni haciéndome el que está viendo algo en el celular mientras perspicazmente intento tomar una fotografía de ese especimen que ríe al cruzar la calle. No he podido grabar a ninguno de ellos, ni filmar, ni he podido entrevistarlos. Incluso alguna vez he pedido a un par de amigos que crucemos una calle juntos cuando todavía es peligroso cruzarla para ver si nos da risa, pero nada… es el fenómeno más difícil de comprender del mundo.
Los Mythbusters ya demostraron todos los mitos urbanos más complejos de las ciudades del mundo. Hasta demostraron que uno se moja igual en un aguacero si correo o camina. Pero no han sido capaces de explicar racionalmente por qué carajos las personas que viven en Bogotá se ríen cuando cruzan la calle, y que a mayor peligro más carcajadas.
Lo único que he podido extraer del fenómeno en cuestión son los factores típicos de la RIDCA (Risa Involuntaria Durante Cruce Arriesgado). En la mayoría de los casos observados, encontré que los siguientes cinco factores se repiten:
1- Debe haber más de una persona, ojalá alguna con paquetes o algo que incomode su caminar
2- Debe haber por lo menos una mujer.
3- Es imprescindible (esto es en todos los casos) que el segmento de vía haya aparecido mencionado en algún artículo de periódico (sensacionalista o regular) cuyo título sea similar a «estos son los cruces más peligrosos de Bogotá» en los últimos 3 años.
4- Una de las personas tiene que tener risa aguda, que transcrita tendría que aparecer así: «jijijiji»
5- En la mitad de los casos, una de las personas es más rápida que la otra y, al llegar al otro lado, se voltea y le dice a la otra «veeengaaaaa» y hace un gesto con su mano que indica repetitivamente su instrucción. En algunas ocasiones esa palabra es seguida de la palabra «maamiii» (a partir de observaciones aisladas he podido corroborar con cierta certeza que la otra persona no es su madre, pero podría ser su amiga).
Las pocas veces que he podido preguntarle a las personas que sufren de RIDCA justo después de su incidente, ninguna de ellas ha recordado haberse reído, y mucho menos han podido describir las razones por las que este comportamiento sucedió.
El mundo es muy raro, y Bogotá lo es aún más. Esta es una ciudad donde los alcaldes cambian con más frecuencia con la que sale una nueva edición de albun de Panini, donde las palomas son el peor enemigo de los sacerdotes y donde la velocidad se toma como un bien de consumo y una razón para alardear. No se me haría raro que alguien se vomite del asco cuando le describan lo que pasa en esta ciudad: que la gente rompe las ventanas de un sistema de transporte masivo porque la educación va mal (??), le pintan pipí a Américo Vespucio en la Séptima con 95 cada dos meses (nadie más ultrajado que ese pobre man, véase arriba mi foto del domingo pasado), y nos gritan a los que usamos bicicletas porque somos unos irresponsables.
Georg Simmel, el primer urbanista de verdad verdad, fue famoso porque describió con gran precisión la actitud «blasé» del ciudadano. No es por ponerles a leer una palabra rara, sino porque de verdad es un término que describe muy bien lo que le pasa al ciudadano típico de una ciudad: el embotamiento de la discriminación, la falta de respuesta ante los estímulos… mejor dicho, si una ciudad está tan llena de estímulos que ya no es posible distinguir una cosa de otra, el ser humano opta por simplemente poner una especie de filtro a todo lo que experimenta para poder afrontar su realidad. Y eso lo escribió el calvo Simmel en 1903…
La gente que cruza la calle y se ríe porque casi lo atropellan, los que tiran ladrillos a una estación de TransMilenio y piensan que es un acto de libertad, hacen parte de una nueva legión de ciudadanos que están más allá del Blasé de Simmel: ya no es solamente una falta de respuesta ante estímulos sino una despreocupación de la vida y de su ciudad que los hace no solo inmunes a ella sino que ayudan en su destrucción. Sigan, construyan las calles para que sean cementerios vivientes. Vayan, crucen la Boyacá con Américas y ríanse. Y después ponga el grafiti que diga «yo me colo en transmi porque la plata se la roba el gobierno».
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