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“uy hermanitoooo, ciclas aquí no. No, no, aquí no. En frente, vaya al frente que allá sí se la reciben”.
Hasta aquí, me sentía como todo bogotano promedio en bicicleta: despedido, aborrecido por la multitud subterránea que atiende esas estufas de exhosto. Como si Cortázar estuviera al lado recitando su cuentico de las bicicletas prohibidas en 1962.
Pero no había perdido toda esperanza. A pesar de mis ganas de dar alaridos e invocar el Decreto 550 de 2010 y su artículo y parágrafo sobre cobros, más bien preferí seguir su consejo y crucé la calle donde un lugar tenía un aviso que orgullosamente decía “Bicicletas: $10”. Parqueé, hice la vuelta que iba a hacer (que no duraba un día y tanto sino solamente veinte minutos), y cuando volví me encontré con el cobro del joven que atendía:
“ah, es cicla? Toes doscientos pesos, hermanito”
D O S C I E N T O S P E S O S. Me daban ganas de abrazarlo, y el valor del parqueo fue tan sorprendentemente bajo que tuve problemas para pagar porque solo tenía un billete de cinco mil. Pero es que, ¿quién en esta ciudad espera pagar doscientos pesos de parqueadero? Creo que es igual de probable pagar un parqueadero de doscientos pesos que uno de cien mil.
Estamos en una ciudad de locos. Unos días sale un coro de cuarenta personas a cantar en TransMilenio (y no cobran!), otros días se entran tres muchachitos y bloquean el bus para atracar gente en otro TransMi. Esta mañana, como si fuera un ejercicio de dos Victorinos, a un tipo le cobran cien mil pesos por andar en bicicleta y yo pago doscientos. Cada día estoy más seguro que en esta ciudad van a llover ranas pero todavía me resisto a pensar que vivimos en el mundo del Perro Andaluz. Lo que sí es cierto es que, si siguen cobrando cien mil en los parqueaderos, van a empezar a morir más ciclistas pero del puro susto (cuando vean la factura).