«Quienes digan que todo está bien dicen tonterias, deberían decir <<todo es para lo mejor>> » Pangloss a Cándido (Voltaire, 1759)
Hace mucho tiempo prometí que iba a publicar un post sobre Bután. Es una de esas cosas que uno no siente que pueda hacer porque va a ser demasiado largo, demasiado complejo y demasiado frustrante tratar de describir un lugar maravilloso. Como si uno hubiese recibido visa para Atlántida, se siente una responsabilidad enorme de tratar de explicar de la manera más vívida posible la experiencia. Por lo pronto, voy a tratar de describir un solo aspecto de la visita a Bután: el paso del tiempo, el uso del tiempo y las ventajas del tiempo… ah, y el transporte, de paso.
Hasta ahora únicamente había podido publicar fotos del viaje que, al igual que un viaje a Corea del Norte (pero por razones distintas), fue estrictamente vigilado por un conductor y un guía todo el tiempo. Los lugares a los que nos llevaron eran tan vigilados que, una vez habíamos recibido la visa para entrar al país teníamos que solicitar otra visa para ir a Phunaka y al Nido del Tigre.
La primera de las cinco cosas que vale la pena describir de Bután es el viaje hacia el país. Para llegar a uno de los aeropuertos más difíciles del mundo (la pista se ve solo tres minutos antes de aterrizar y después de varios giros imposibles), solo se puede llegar en cuatro vuelos al día. Sí, un país entero tiene únicamente cuatro vuelos al día. En el aeropuerto del que salí (Bangkok), en 6 minutos hay cuatro vuelos salientes. Saber eso cuando ya habíamos aterrizado me dio un poco de vértigo, especialmente sabiendo que hay varias oportunidades en que el aeropuerto está cerrado por mal tiempo.
No obstante, en una parte de nuestro viaje estuvimos hospedados justo al frente del aeropuerto, y teníamos la oportunidad de ver esos cuatro vuelos aterrizar y despegar durante el día. Hospedarse en un hotel frente al aeropuerto era algo que sería totalmente sórdido en cualquier lugar del mundo (exceptuando los que tienen ventanas a prueba de balas), pero en este caso era más bien un lujo poder ver cuatro aviones de diferentes tamaños salir y llegar al país.
Después están los viajes dentro del país. El viaje de Thimphu a Phunaka, el que más queríamos hacer, era de setenta kilómetros y se hacía en carro. Pero las carreteras eran casi inexistentes y el viaje que duraría una hora en condiciones normales terminaba demorándose 3 horas. Este viaje sí parecía largo, pero no tanto cuando llegamos a Paro, donde nos encontramos con personas de todo el país que habían ido a nuestras reuniones: cuando yo dije la frase de siempre, algo así como «sí, yo duré como tres días llegando acá, pero no hay problema porque estoy acostumbrado», tuve una respuesta inesperada de varios de los participantes: ellos también se habían demorado tres días en llegar, con la diferencia de que su viaje había sido de 300 kilómetros y había incluido una parte caminando (casi un día), otra parte en caballo y otra parte en carro. Y no lo veían como algo raro.
Esta tranquilidad con que afirmaban que habían durado varias horas caminando como algo totalmente cotidiano la confirmé cuando leí en una revista local que, dos semanas antes, el Primer Ministro del país y su comitiva se habían perdido en medio de un viaje dentro del país, y habían durado dos días perdidos y caminando hasta encontrar algún lugar donde podían volver a Thimpu. Volvieron y todo bien, sin lío, siguieron con sus labores. De hecho se enorgullecían cada vez que hablaban de caminar y decían «nuestro país es un país de caminantes», una de las frases que más me sirvió para argumentar la necesidad de preservar esa característica cultural en sus políticas de transporte.
Después de los viajes al país y dentro del país están los viajes dentro de las ciudades… hay cuatro ciudades principales, la más grande es Thimpu con 110 mil habitantes. En Thimpu está la historia más fascinante que puede haber sobre el progreso tecnológico en transporte: es la única ciudad de todo el país donde tuvieron que señalizar un cruce vehicular. En algún momento de los últimos años, instalaron un semáforo en ese mismo cruce, porque pues «toca, no?» Perdón, no: los habitantes de Thimpu solicitaron que restauraran el cruce «humano», con el policía de guantes blancos indicándole a los vehículos cuándo debían cruzar. Ese cruce anterior, dijeron, era menos impersonal que el aparato de tres luces. Y ahí sigue.
En un país donde no quisieron aceptar el concepto de Producto Interno Bruto (y lo reemplazaron por uno propio, el de «Felicidad Interna»), y donde decidieron que el turismo no podía ser un productor de dinero por el dinero sino un privilegio cuidadosamente aprobado y vigilado, y donde prefirieron dar educación y salud gratuita a toda la población antes que construir vías (porque había que priorizar, y priorizaron el aprendizaje y la salud), no es de extrañarse que los ciudadanos también piensen antes de actuar (algo que nos hace mucha falta al resto del mundo).
El último aspecto que voy a describir es un poquito de trampa, porque sí es sobre el uso del tiempo y también sobre «transporte» pero es en realidad sobre el movimiento inexistente que nos permitió internet (véase mi otro post explicándolo). Yo puedo afirmar que Bután es el lugar más increíble que haya visitado en mi vida, pero también tengo que admitir que es el sitio donde más estrés he tenido por la conexión de internet, y donde también concluí que prefiero no tener internet a tener una conexión pésima.
Para tratar de explicar: imagínense que se montan con su portátil (Windows 8, todo super cool) a una máquina del tiempo y los devuelven a 1995 – por no exagerar mucho – y se tratan de conectar a internet. Cuando por fin encuentran un sitio donde hay internet, y oyen el pitido desesperante después de los dos timbrazos (ese, el de «PIIIIIITHHASDFIASNDFASDFNADN» que se apagaba después de 20 segundos de aturdir), se conectan y tratan de bajar ese archivo de 7 megas que les mandó algún pendejo que no entiende que el correo electrónico es para enviar mensajes, no para aplastar la bandeja de entrada con documentos que se pueden encontrar en links. Imagínense que esa situación se repite durante toda una semana. Imagínense que van al Ministerio de Comunicaciones y esa es la misma conexión de su hotel (en ese ministerio, el que tiene punta de lanza en internet), pero que tienen que responder ese correos y devolver el archivo de 7 megas con sus comentarios. Así fue mi semana, y por eso la próxima vez me voy sin computador a Bután.
Bután es maravilloso, a pesar del mundo que lo rodea. Eso fue lo más triste que concluí al final de todo: que somos tan idiotas que ya empezamos a destruir el sitio sin siquiera haberlo conocido. Que queremos que todo el mundo tenga lo que tenemos en la casa, que «progresen» y que compren aparatos para que su ciudad sea «eficiente». Durante una semana completa, se nos secó la garganta de pedirles, casi rogarles, que no construyeran edificios de estacionamientos porque su flota vehicular no era tan grande y que no debían permitir la generación de demanda inducida. Casi nos tiramos al piso para decirles que por favor crearan zonas peatonales en lugar de quitar los andenes, y que comprendieran la oportunidad cultural tan maravillosa que tenían al tener una población a la que le gusta caminar. Pero ellos no quieren, no entienden o no quieren entender: los asesoran de Tailandia para su construcción de estacionamientos, les venden carros usados de India (algo que es inimaginable, que alguien quisiera comprar un carro usado de India!) y tienen planes para incrementar la cantidad de vuelos al día y construir otro aeropuerto.
Desde el último día en Bután me quedé pensando si es que soy yo el que está loco o si son los demás, si el desarrollo es el que dicen los libros de 1970 y que hay que callarse para ayudar para que sea así, o si es posible ver alguna forma de encontrar puntos medios, de dejar el cruce sin semáforo pero con policía, de regalar la educación pero cobrar más por la gasolina y los estacionamientos. O tal vez hay que apagar la luz e irse y simplemente esperar a que Bután (o más bien Thimpu, o Paro), un sitio que bien podría ser uno de los pocos lugares en que el mundo sigue yendo al tempo giusto, pierda esa esencia y se vuelva como todos los demás, un competidor más en el infierno urbano que nos han vendido y seguimos comprando.
«todo está bien dicho, pero debemos cultivar nuestros jardines» Cándido a Pangloss (Voltaire, 1759)
Carlos Felipe Pardo es un colombiano con maestría en urbanismo de la London School of Economics que trabaja en temas de transporte sostenible, desarrollo urbano y calidad de vida. Le ha tocado ir a más de 60 ciudades en Europa, América Latina, Asia y África a dar asesorías, presentaciones y cursos sobre esos temas. Ha escrito libros y capítulos (unos más buenos que otros), varios de los cuales están en la página de su organización Despacio.org
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