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(Así es que se vende un cassette, carajo!)
La imagen de un tipo (o una mujer) con el pelo ondeante es la clásica forma de representar lujo, belleza, estilo y… pues claro, velocidad. Aunque el videito de Maxell no está buscando promover la velocidad, a mí siempre me parecía que ese tipo estaba imaginándose sentado en un Ferrari. Y tengo que admitir que yo, viendo ese comercial (y la foto que hicieron antes de eso) quería ser ese tipo. 
 «Queremos cantar el amor al peligro, al hábito de la energía y a la temeridad» (Manifiesto Futurista) 
Mi blog entero es sobre ir despacio, y sobre la relevancia de pensar las cosas con suficiente tiempo antes de cometer estupideces; incluso en muchas ocasiones se trata de presentar estupideces que yo ya he hecho y explicar por qué no se deberían hacer (recientemente una de esas estupideces casi me hace terminar demandado, entonces creo que voy a poner un disclaimer de «por favor no intente esto en casa»). Esta vez me pareció relevante reflexionar sobre algo medio estúpido (pero lícito, aclaro!) que hice la semana pasada: andar en karts de verdad-verdad, y lo voy a usar como forma de explicar de dónde sale toda esta lora de ir despacio. 
 Sin la velocidad no existe la lentitud. Es decir, antes de que hubiese algo a lo que uno le pudiese atribuir velocidad, no era posible decir que algo era lento. Mejor dicho, más fácil con un ejemplo: en 1829, un gobernador le escribió al Presidente de Estados Unidos lo siguiente: «Como bien sabe, señor Presidente, los ferrocarriles son halados a la enorme velocidad de 15 millas por hora por ‘motores’… el Todopoderoso seguramente nunca buscó que la gente viajara a semejante velocidad» (la cita es apócrifa, pero la percepción de velocidad en el siglo XIX es totalmente correcta). 
Ya, ríanse todo lo que quieran, caigan en cuenta que el Jamaiquino Usain Bolt logra correr a 27.3 millas por hora (44 km/h) de promedio cuando gana los Olímpicos de 100 metros planos. Lo importante de todo esto es que la velocidad (y la lentitud) se definen por la percepción del observador. Pero esa cosa teórica para otro día. 
La velocidad le gusta a todo el mundo. Si no fuera así, Rápido y Furioso no estaría ya por su sexta entrega (ni El Transportador, un taxista de paseos millonarios y mandaos glorificado, estaría ya por la cuarta). Tampoco sería posible tener la mitad de las discusiones entre hombres adolescentes, porque exactamente el cincuenta por ciento de lo que hablábamos iba más o menos así: «uy, man, 100 por hora en 4 segundos. Le juro… selojuroselojuro (mano en la boca haciendo gesto de beso a Chuchito)». Y yo, momentáneamente de vuelta a mi adolescencia (en presencia del ya conocido Paco) me monté en unos karts durante 15 minutos para echarle una carrera y perder (pero quedar de segundo en «la general», selojuroselojuro).
 

karts-pardo 

(el as del volante, versión libre del autor)
 Cuando terminaron los quince minutos de andar en un kart, con casco puesto y además esa media con un roto para los ojos y toda la vaina), me acordé de la archifamosa frase de Marinetti en el Manifiesto Futurista: «Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad». Después me acordé de lo que dijo el psicoanalista Michael Balint sobre la personalidad filóbata de los seres humanos (literalmente, gozar las emociones fuertes). Y me acordé de todas las veces que dejé el acelerador al fondo en un carro, o bajé por una montaña en una bicicleta sin frenar, solamente para saber hasta cuándo podía andar esa porquería. 
 Creo que ahí, pensando en todas esas cosas mientras me quitaba el disfraz de kart y me acordaba de mi total pasión por la velocidad y oía al diablito ese de las caricaturas montado en mi hombro diciéndome «sí, la velocidad ES el camino», me acordé que los seres humanos que tenemos la posibilidad de manejar cualquier aparato veloz no distamos mucho de convertirnos en personajes de fantasía (por alguna razón, Manimal aparece en mi cabeza más rápido que el Hombre Lobo), y me acuerdo que esa transformación es la que tal vez nos hace pensar que somos omnipotentes cuando somos conductores, que somos los dueños de la vía y que todos, absolutamente todos los demás con quien nos encontramos son los brutos, los imprudentes y los irresponsables… pero que uno no. Y ahí le pongo más atención al otro man, el angelito que está en el otro hombro diciéndome «no, la velocidad NO es el camino, es por otro lao man». Y después caigo en cuenta que por eso, por la simple razón de nuestra transformación en animales salvajes, es que termina la gente atropellada, y me muero del susto y me acuerdo por qué es que me gusta tanto mi bicicleta azul sin cambios y con frenos malos: porque así es que me aseguro de que no voy a ir tan rápido. Y como todo lo que hay que saber en la vida lo dijeron antes de 1990, me acuerdo de inmediato del siguiente video de Walt Disney (que resume en seis minutos la mitad de toda la lora que quiero y he querido decir):
 

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