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El ser humano vive en crisis, desde las embarradas de la adolescencia hasta las culpas de la vejez y así el mundo está lleno de angustia. Por eso es aburrido ir a la iglesia, no sirve más que para crearnos el deseo de ser mejores personas, cuando para triunfar hay que engañar y pasar por encima del otro como lo hacen María Luisa Piraquive o Juan Manuel Santos, a quienes millones consideran líderes espirituales y no son más que un par de manipuladores en potencia –cada uno con el sermón de la salvación de la humanidad y la nación-.

Hace rato que nos olvidamos de hacer cosas de verdad, vainas que trasciendan después de que uno muera. Viajar, cocinar y follar con putas es de todas las vacaciones, pero escribir un libro, pintar un cuadro o inventar la cura para una enfermedad garantiza que nuestro paso por el mundo sea distinto a un montón de ‘selfies’ con tres filtros para engañar a los otros.

Tengo muchas amigas enfermas por los autorretratos -y a veces siento que soy una de ellas-. Están peores que Danny Bowman, el adolescente británico de 19 años que confesó que se tomaba más de doscientas fotos al día y pensó en suicidarse. Nada tan normal como eso, no hacer algo nos lleva a pensar en matarnos, aunque lo malo del suicidio es renunciar a gozar con el dolor de los demás por nuestra muerte y eso es una victoria a medias, no vale la pena.

Decía que hay que hacer cosas de verdad, algo que no pueda irse con el tiempo –algo a lo que jamás pueda darle artritis, cáncer o un infarto-. Hay gente que pasa la vida en blanco, que no produce ninguna forma consistente. Pero es difícil, es un acto de nobleza, es renunciar a ser el centro de atracción como persona y dejar que el resto se encariñe más con nuestra obra.

Y el problema es que a los seres humanos nos cuesta dejar el ego y abandonar la creencia de que el simple hecho de ser es un argumento para triunfar y merecer el éxito, y por eso nos deprimimos. La depresión por lo general sucede cuando no aguantamos con nosotros mismos, cuando vemos gente que con menos ha logrado más y que otros llevan la vida que queremos pero por la cual nos da pereza luchar.

El primer caso de adicción a WhatsApp se trató de una mujer de 34 años a quien le diagnosticaron tendinitis después de pasar más de seis horas anclada al teléfono. Y se entiende, uno se pasa la vida pegado ahí, hablando con extraños que no hacen nada tampoco. Ojalá un día de estos viajemos en un avión que se vaya de narices al mar, a ver si después alguien que nos extrañe puede encontrar algo de nosotros. Y hablo de algo que valga la pena, no de un cuerpo con los pulmones llenos de agua.

@jimenezpress

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