Emocionado y exhausto tras la jornada de la firma del acuerdo de paz con las Farc, me senté a ver el debate de los candidatos a la presidencia de Estados Unidos. Una buena manera de terminar el largo día, creía yo, pues los encuentros entre los nominados republicanos y demócratas suelen ser espectaculares en materia argumentativa y retórica. Hasta en las decisiones más serias sobre su futuro, los gringos saben ofrecer una experiencia con sabor hollywoodense.
Pero esta vez fue muy poca la audacia y la inteligencia en el cruce de argumentos, a la vez que sobraban mentiras y tergiversaciones malintencionadas. El bombardeo mediático de chismes y de rumores sobre el pasado de los candidatos hace que la campaña negra y la polarización vista en Colombia con motivo del proceso de paz parezca un juego. Allá la publicidad maliciosa trasciende por completo las esferas entre lo público y lo privado, y muchos candidatos buscan encontrar la manera de destruirle la vida a sus contrincantes. Una forma de democracia verdaderamente degradada que deja mucho por desear.
Y ese escenario ha sido perfecto para el estilo personal de Trump, un repetidor sistemático de lugares comunes y un tirano acostumbrado a que su voluntad sea la ley en su emporio empresarial. Llega con él su veneno, su vulgaridad, su gritería. Los argumentos de cajón y los clichés típicos en alguien que pelea por todo pero rara vez ofrece una solución viable. La creencia de que su plata puede comprarlo todo. La amenaza de llevar al encuentro público a la antigua amante del presidente Clinton. La idea de que puede interrumpir a todos, en especial si su rival es mujer, en cuyo caso siente la libertad para repetir sin miedo que se necesita energía para gobernar, como si fuera una capacidad exclusiva de los hombres. 70 veces interrumpió Trump a Clinton a lo largo del encuentro, según registraron varios medios. Llamarle debate a la forma de discutir de Trump es hacerle un favor enorme al candidato republicano en tiempos tan enrarecidos para la democracia, en donde los argumentos parecen reducirse a la repetición de eslóganes en las redes sociales.
Discutir de manera seria con Donald Trump no debe ser fácil, pensé. Y entonces sentí algo de compasión por el lugar en el que está Hillary Clinton.
La candidata demócrata nunca ha sido mi favorita porque representa a la perfección todo lo que creo que debe ser reemplazado en la política. Es precisamente esa figura del poder heredado la que tanta desconfianza genera entre los electores, especialmente los más jóvenes, hacia los partidos y las instituciones. La desmedida plataforma que le entregaba su apellido político le permitió a Clinton ahorrarse muchos pasos en la política y comenzar con una amplia ventaja. Y con toda razón los votantes no perdonan eso. Pero Clinton lleva años preparándose para gobernar Estados Unidos, ocupando cargos fundamentales para conocer la realidad de la política. Y aunque es reprochable esa actitud pretenciosa con la que desde tiempo atrás ha asumido que algún día será presidenta, no existe duda de que está mejor calificada que Trump para llegar al poder.
El ‘reality’ en el que se ha convertido este proceso electoral no puede llevar a los votantes a olvidar que un mandatario hace mucho más que pronunciar discursos convincentes. Vendrán con las semanas más debates y con ellos nuevos escándalos. Pero desde ya, los argumentos temperamentales y deshumanizados de Trump me dejaron con certeza de que si alguien en el mundo debe estar lejos de controlar el arsenal nuclear norteamericano, es él.
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