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Hay ciudades que son imposibles de imaginar sin la compañía inmediata del sonido de las canciones que las han identificado durante décadas. De ninguna manera puede pensarse en Nueva York, por ejemplo, sin las gloriosas primeras notas de la orquesta de Sinatra en su versión maravillosa de la banda sonora de ‘New York, New York’.

Más difícil aún resulta recordar una ciudad tan colorida y llena de vida como Buenos Aires sin pensar en la voz de un emocionado Gardel, cantándole a cada una de las esquinas que lo vieron crecer, en ‘Mi Buenos Aires querido’. Ni la calidad anticuada de la grabación lanzada hace 83 años, ni el cambio en tantos paisajes de la capital porteña han logrado quitarle una gota de vigencia a ese glorioso tango. Ya quisiera cualquier ciudad del mundo que un cantor le dedicara palabras cargadas de tanta nostalgia y añoranza.

El tema no es para menos. La música es una de las formas de expresión más sinceras, porque nadie le escribe una canción a una persona o a una ciudad si no está realmente convencido de su gracia infinita. La decisión de llevar al papel una idea y poner notas a un sentimiento, corresponde a uno de los impulsos humanos más genuinos y honestos. Algunas de las más inolvidables piezas de música y arte se las debemos a esa capacidad de crear a partir de la admiración y la fascinación. Escribir es un acto desesperado de expresión y hace parte, en este caso, de la búsqueda de un artista por manifestar su encanto por un lugar.

Desde hace varios días he consultado a algunos conocedores de música tradicional colombiana y he podido constatar que sobre Bogotá existen al menos tres composiciones tradicionales que ya cumplen varias décadas: ‘Adiós a Bogotá’ del maestro Luis A. Calvo, junto con ‘Bogotanita querida’ y ‘Los cucaracheros’, ambas interpretadas por Garzón y Collazos. Esta última habla del amor entre dos ‘chatos’ bogotanos, de un paseo en clave romántica al cerro de Monserrate y de la mezcla de chocolate con tamal, siendo quizás la canción más recordada acerca de Bogotá.

Pero al buscar un himno cultural que identifique a varias generaciones de bogotanos, el hallazgo es nulo. Los bogotanos que hoy viven en el exterior no cuentan con una canción que les recuerde con añoranza los viejos caminos empedrados de la Plaza de Bolívar, ni los cafés de la Carrera Séptima que albergaron acalorados debates en medio de camaradería y cerveza. En la capital del país, como en tantas otras ciudades colombianas, no hay un equivalente a ‘Sweet Home Alabama’ o a ‘Georgia On My Mind’, que hable sobre el encanto de los cerros orientales o del viento frío en las calles de Usaquén.

Sin duda la falta de una canción que identifique a los bogotanos es una de las muchas causas que han llevado a que tantos bogotanos no comprendan el sentido esencial de esta ciudad, ni le entreguen el respeto que realmente merece. Y esa corta identidad musical resulta paradójica si se tiene en cuenta que Bogotá es un creciente destino para actos de los más diversos géneros musicales, tanto populares como académicos.

Desde la muerte precipitada de Gardel, que por una serie de terribles coincidencias ocurrió luego de una semana de conciertos y entrevistas en Bogotá, hemos aceptado con altura nuestra herencia y nuestra permanencia en las páginas de la historia musical. El público colombiano es uno de los más inquietos y efusivos del mundo, cautivando a artistas de la talla de los Rolling Stones y los dos sobrevivientes exBeatles. Sin embargo, a la hora de darle la talla a la producción musical de otros países del continente como Argentina, Chile y México, Colombia se ha quedado atrás. Pero la falla no puede atribuirse únicamente a la falta de propuestas, pues desconocer la existencia de artistas con proyectos innovadores sería un error ciego.

El público colombiano históricamente ha preferido ritmos provenientes del exterior, afectando de manera directa la creación de piezas musicales y artísticas que destaquen el sentido de pertenencia hacia Bogotá y las demás ciudades del país. Debe entenderse, tarde o temprano, que esta ciudad tiene mucho a qué cantarle y que muchos de los problemas causados por la falta de identidad entre los bogotanos y la capital, imposibles de ser solucionados desde la política y la administración, podrían encontrar salidas sorprendentes a través de nuevas expresiones culturales.

Nota:
A solicitud de un lector, incluyo entre las canciones mencionadas en esta columna la composición de Fulgencio García ‘La gata golosa’, un pasillo que data de 1912. ‘La gata golosa’ es una de las piezas más recordadas de la historia de la música colombiana y a través de las generaciones se ha mantenido como uno de los más reconocibles elementos de la cultura tradicional del país. Esta pieza instrumental la asocio de manera directa con mi infancia y me recuerda con nostalgia a mis antepasados. Sin embargo, cuentan quienes mejor conocen del tema que en un principio el maestro García pensó en bautizarla bajo el nombre de ‘Soacha’, cuando aún era un municipio alejado Bogotá. Pero las notas de ‘La Gata Golosa’ en ningún momento buscaron retratar únicamente la realidad de Bogotá, por lo que me atrevo a decir que hoy, antes de ser un himno que define la realidad de la ciudad, es una de las piezas más incluyentes, siendo capaz de identificar a colombianos de todas las latitudes.

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